viernes, 16 de enero de 2015

NARRACIONES INTEMPORALES (2)





 


Fenómeno en la celda

Hace ahora un año, en verano por estas fechas, mientras trabajaba sobre el tema de mi tesis doctoral, me surgieron unas serias dudas que no supe aclarar por mucho que consulté aquí y allá en la bibliografía existente sobre él. Entonces me acordé de mi amigo el padre Bermúdez, que en otras ocasiones me había sacado de más de un apuro. Le escribí un correo electrónico exponiéndole mis dudas y me contestó el mismo día diciéndome que, pese a su avanzada edad y maltrecha salud, me esperaba con impaciencia y con ilusión en su abadía; añadía que allí podría yo, además de pasar unos días tranquilos a la vista de Sierra Nevada, consultar a mis anchas los libros que la magnífica biblioteca tiene sobre el tema de mi tesis doctoral. No lo pensé dos veces. El verano, agotador en todas partes, acaso podía ser más llevadero cerca de la sierra granadina y envuelto por la soledad y el silencio del claustro. Así que al día siguiente, animado en parte por esa esperanza y por abrazar a mi viejo maestro y amigo y, sobre todo, por la posibilidad de superar el escollo surgido en mi investigación, cogí el coche, un pequeño equipaje y mi ordenador de trabajo y partí hacia Granada poco antes de que saliera el sol. Me detuve en un área de servicio cercano a Madrid para comer y beber alguna cosa y, sobre todo, para recuperar frescura y reflejos.
El asunto del viaje en sí, dado que soy un mal conductor, me lo había tomado con calma; de modo que, cuando divisé desde la carretera el cenobio de mi amigo, el sol empezaba a declinar. Me abrió la puerta un fraile que estaba al tanto de mi presunta llegada y, tras cambiar unas palabras de bienvenida conmigo, me condujo a la celda que sería mi habitación durante aquellos días de mi estancia en el convento. Mientras dejaba mis cosas sobre el lecho, reparé en una pila de libros que había allí. El fraile, adivinando mis palabras, me dijo:
--El padre Bermúdez me pidió que se los trajera.
--Gracias. ¿Cómo está?
--Un poco mejor que días atrás. Pero su debilidad no le permite hacer grandes excesos. ¿Bajará a cenar?
--No, prefiero echar una ojeada a los libros y descansar del viaje.
--Hasta mañana entonces.
Y se fue.
Al quedarme a solas, me fijé en el Crucificado que había en la cabecera de la cama y le pedí silenciosamente que cuidara del padre Bermúdez. Estaba rendido. Me tendí sobre el lecho y abrí uno de aquellos libros. Pero me quedé dormido antes de enterarme de nada de su contenido. Con los primeros rayos del día desperté en la misma posición en que me había quedado la tarde anterior antes de dormirme: vestido completamente y con el libro a un lado. Me aseé y bajé al refectorio para desayunar. Estaba desierto. A aquellas horas ya debían de estar los frailes entregados a sus diarias misiones. El monje que me había atendido la víspera salió de un rincón portando una bandeja con alimentos.
--Buenos días. Supuse que se levantaría tarde y le he preparado unas cosas.
--Gracias. Es usted muy amable.
--No me dé las gracias a mí. Déselas al padre Bermúdez, que ha sido quien me lo ha recordado esta madrugada.
--¿Cómo se encuentra?
--Igual—contestó mientras me entregaba la bandeja.
--¿Puedo verlo?
--Se me olvidaba. Me ha dicho que pasará hoy por su celda a cambiar al menos unas palabras con usted.
--¿Le ha dicho cuándo?
--No. Pero me imagino que lo hará cuando el médico que lo atiende y no se separa de su lado ni un momento se marche del monasterio. Y eso siempre sucede, desde hace días, por la tarde cuando el sol empieza a descender. Otra cosa. Si quiere trabajar en la biblioteca, puede hacerlo. Sólo tiene que pedirme la llave.
--No. De momento lo haré en mi celda. Ahí tengo cuanto necesito. De todos modos, gracias.
--Que le siente bien el desayuno.
Y desapareció. Escogí un lugar bien iluminado y me senté a devorar lo que me esperaba en la bandeja.
Después de desayunar, salí al claustro y me di una vuelta por él. Unos cuantos frailes cuidaban del jardín. Sólo sonaban en el silencio de la mañana los golpes de sus azadas en la tierra y el chorro de la fuente que se alzaba en el centro del claustro, justo en la intercesión de los paseos que morían y nacían en sus cuatro ángulos.
--Aquí todo el mundo tiene que trabajar—me dije y subí a mi celda.
Allí estuve ojeando detenidamente los libros que había escogido de la biblioteca para mí el padre Bermúdez. Todos ellos contenían ideas que tenían que ver con mi tesis doctoral, especialmente el titulado Forma y sentido de la estética liberal, en uno de cuyos capítulos aclaraba perfectamente las dudas que habían paralizado toda mi investigación. A partir de ahí mis dedos volaban sobre el teclado del ordenador y la pantalla se iba llenando de nuevas afirmaciones, argumentos, consecuencias, condiciones… El trabajo había recuperado su ritmo; por fin el anticlericalismo de Galdós, principal idea de mi tesis doctoral, caminaba seguro y sin escollos hacia el capítulo de las conclusiones generales.
Iba a cerrar el libro para colocarlo encima de los otros, cuando descubrí que del cuerpo de uno ellos sobresalía ligeramente la esquina blanca de un papel. Tiré de él y ante mis asombrados ojos quedó una breve nota firmada de puño y letra de mi maestro. Decía así:
“Querido amigo: Me he tomado la libertad, Dios y mis superiores quieran perdonarme por tal atrevimiento, de escoger para ti estos libros relacionados con el tema que has tenido a bien elegir para tu tesis doctoral y que con toda seguridad aclararán esas dudas que me formulabas en tu correo electrónico. La sola idea de ojear su contenido claramente anticlerical y, por ende, atentatorio contra la religión católica, me acarrea serios escrúpulos de conciencia. Aún así, no podía dejar de ayudar a un amigo al que aprecio como al hermano menor que nunca tuve. Que te sean de provecho aunque a mí puedan servirme de perjuicio y reprobación, si no de algo peor. Espero verte pronto y abrazarte. Sebastián Bermúdez.”
Durante un buen rato estuve dándole vueltas a las palabras de mi amigo. Finalmente, volví a la redacción de mi texto y en el apartado de los agradecimientos, coloqué en primer lugar, por delante de mi director de tesis, el nombre de fray Sebastián Bermúdez. Luego pasé a las siguientes páginas, pertenecientes a la Introducción, e hice algunas correcciones.
Y a eso de las siete de la tarde, lo sé porque instintivamente consulté mi reloj de muñeca, algo me hizo separar la vista de la pantalla del ordenador. No sé explicar qué fue, si un leve ruido de pasos o un bisbiseo de voces a mis espaldas o simplemente un ligero temblor de la luz externa que entraba por la ventana o la de la lámpara del escritorio. El indefinido fenómeno sólo duró unos segundos, pero fueron lo suficientemente intensos para que todo mi cuerpo se estremeciera de arriba abajo. Respiré profundamente un par de veces y luego me noté algo más tranquilo. Seguí trabajando hasta las nueve y, notando mis ojos fatigados y la nuca dolorida, apagué el ordenador. Acto seguido abandoné la celda con la intención de dar un paseo por el claustro. Por el silencio y la soledad que se respiraba deduje lo fácil que debía de ser a los frailes hablar allí con Dios.  Aun así, el silencio me pareció más intenso que otras veces. En el cielo una nube tapaba a medias la luna y los rosales del jardín exhalaban una extraña fragancia, como si de pronto el perfume se hubiera vuelto tangible. Volví al interior del monasterio con una sensación extraña en el cuerpo. Subí la escalera y enfilé el pasillo donde se encontraba mi celda. Entonces descubrí al fraile servicial que venía a mi encuentro con una palmatoria encendida. Traía el semblante triste y a la luz de la llama de la palmatoria que llevaba descubrí lágrimas en sus ojos.
--Usted se llevaba bien con él, ¿verdad?—me dijo extendiéndome la mano de la lamparilla.
--¿Con quién?—pregunté asustado mientras el corazón empezaba a latirme en las sienes y a golpear con fuerza en mis costillas.
--¿No lo sabe? El padre Bermúdez ha muerto.
Me apoyé en la pared encalada para no caer al suelo. Con un hilo de voz le pregunté, sospechando que ya lo sabía, cuándo había muerto.
--Hace dos horas; a las siete de la tarde. El médico lo vio agitarse unos segundos antes de quedarse dormido en la paz del Señor. He venido hace un rato a decírselo, pero usted no estaba. ¿Sería tan amable de dejar esta palmatoria encendida en su celda toda la noche? Toda la comunidad va a hacer lo mismo en recuerdo del padre Bermúdez.
--Por supuesto—cogí la lamparilla--. ¿Puedo hacer algo más?
--Si quiere acompañarnos un rato en la capilla; estaremos rezando por su alma hasta el amanecer.
Dije que sí con la cabeza porque un nudo en la garganta me impidió pronunciar palabra. Y bajé a la iglesia aquella noche a rezar por el alma de mi viejo maestro y amigo el padre Bermúdez.
De eso ha pasado un año. Mi tesis doctoral lleva un mes felizmente publicada. Se la dedico al padre Sebastián Bermúdez con todo mi agradecimiento. Dios lo tenga en su gloria; yo lo tengo siempre en mi recuerdo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario