lunes, 5 de enero de 2015

EL AÑO DEL QUIJOTE (1)



Lo primero que quiero hacer, resonando aún en mis oídos las campanadas que inauguraban el año presente, este primer domingo del año, es recuperar tres relatos míos que andan pululando por Internet, tres relatos que hacer referencia a sendas noches imaginadas en las que tuve la suerte de conocer a tres ilustres personajes del mundo de la literatura, el celuloide y el espectáculo.


 

I. Una noche con Chavela Vargas
Cansado de caminar durante todo el día, entré una noche en el bar que acababa de conocer a tomar un trago y descansar un rato, antes de recogerme en mi hotel de circunstancias. Como estaban todas las mesas ocupadas, me dirigí a la barra para pedir una caña de cerveza. Mientras la tomaba a pequeños sorbos para prolongar mi descanso, me llamó la atención la mujer que ocupaba el taburete de al lado porque una aureola de luz blanca le envolvía la cabeza y parte del busto.
Al instante pensé que esas cosas sólo las produce la fatiga y, sacudiendo la cabeza como despejando una imagen extraña, apuré la caña y pedí otra. Y a la vez que la espuma inauguraba mi bigote nuevamente, la mujer se dio la vuelta ofreciéndome un rostro arrugado hermosamente y alumbrado por dos ojos sabios, aunque cansados, muy cansados. Lo reconocí al momento y no pude menos de exclamar:
“¡Pero si es Chavela Vargas!”
Ella, al ver la inocencia con que había expresado mi admiración, sonrió tiernamente mientras asentía con la cabeza. No me lo podía creer: Chavela Vargas estaba junto a mí y me miraba y me sonreía. A este detalle se añadía la entrañable coincidencia de que mi difunta madre siempre había adorado en vida a la cantante costarricense nacionalizada mexicana y gustaba escuchar una y otra vez cualquier canción suya, especialmente Paloma negra, aquella canción que Chavela cantaba con su irrepetible, ronca y descarada voz de hombre con una copa de más. Consecuencia: no pude evitar que las lágrimas empañaran mis ojos.
“¿Qué le pasa, querido?”, me preguntó con una voz apagada, sin vigor, que no parecía la suya, mientras la aureola se iba haciendo más amplia en torno a su figura. “¿Le ha dejado una mala mujer?”
Le contesté que no con la cabeza.
“¿Qué es, pues?”, insistió con el tono cada vez más menguado.
Entonces me atreví a abrir los labios. “Es por mi madre”, dije. “No sabe cuánto le gustaba a la pobre escuchar sus canciones. Por Paloma negra, su Paloma negra, sentía verdadera devoción. Si me la quisiera cantar ahora, el triste recuerdo de mi madre no lo sería tanto, y esta noche se convertiría en única.
 “No puedo, querido”, logró decir con una voz muy débil. “Tengo los pulmones deshechos y el corazón en sus últimos latidos”. La aureola de luz blanca la abarcaba casi toda.
 “Al menos el primer verso“, le pedí con las manos unidas.
Chavela me hizo un gesto de aceptación y, mirándome como a un hijo, entonó en un murmullo: “Ya me canso de llorar y no amanece…”.
Ya no escuché más. La aureola de luz blanca que la había acompañado hasta ese momento se convirtió en un fogonazo repentino que, al deshacerse, se llevó también la aparición de Chavela Vargas.

 

II.  Una noche con Ed Harris

Sabía que aquella noche, en que el Ebro sonaba diferente bajo el puente del Club Náutico y sobre Zaragoza brillaba la luna de un modo extraño, iba a encontrar en el bar la salida a mis problemas periodísticos. Hacia más de un mes que no daba con una noticia potable y mis colaboraciones se debían a comentarios o bien necrológicos o bien relacionados con ofrecimientos sexuales, los dos extremos del arco de la vida, pero por ello demasiado manidos; así que el redactor jefe me dio un ultimátum:
“O encuentras algo bueno o…”
 Esa “o”, seguida de una suspensión en exceso elocuente, me traía de cabeza, cuando entré en el bar. Curiosamente había menos gente que de costumbre y, mientras pedía una cerveza, un nuevo cliente se puso a mi lado. Al punto lo reconocí, era nada menos que Ed Harris, el actor americano que encarnaba a John Gleen en Elegidos para la gloria. Me pellizqué por si estaba soñando, pero era la pura realidad, aunque milagrosamente nadie en el bar había reparado en su presencia y no había en diez metros a la redonda ningún otro periodista.
Él fue quien tomó la palabra porque yo me había quedado sin habla.
“Sé las dificultades que está viviendo, dijo, y por ello he venido hoy aquí. Le ofrezco gratis la primicia de mi primera entrevista en España, antes de viajar a Barcelona para presentar una marca de cava.”
Recuperé la voz a medias para preguntarle incrédulo:
“¿De verdad? ¡No puedo creérmelo!”
En ese momento vino volando una mosca por los altos del local y aterrizó en la calva del actor.
“Tiene una mosca en la cabeza”, dije haciendo un gesto para espantársela.
Ed Harris detuvo cortésmente mi ademán y, ayudándose de una de sus sonrisas más carismáticas, dijo:
“Déjela y, si logra capturarla con su cámara, la entrevista será así un homenaje a los astronautas que pisaron la luna en 1969.”
 Me hizo gracia su ocurrencia y, dicho y hecho, inmortalicé al díptero atrevido que se había posado en la brillante calva del actor. A continuación, en medio de una charla la mar de coloquial y sincera, me contó curiosos datos de su vida y de algunos de los rodajes de sus películas más importantes, como Camino a la libertad, El tercer milagro o La roca, entre otras.
Me despedí del simpático actor más contento que unas castañuelas y me presenté en la redacción con mi primicia, sabedor de que mi suerte había cambiado. El redactor jefe, tras felicitarme formalmente, hizo que mi entrevista saliera en primera plana en el número del día siguiente, entrevista que aparecía, ¿cómo no?, ilustrada con la fotografía de Ed Harris, en cuya oronda calva aparecía posada una mosca.

 

III.  Una noche con Fernando Arrabal

         Nada más entrar en el bar, Arrabal salió a mi encuentro con su cara de niño eterno, barba de abuelo y gafas, riendo como siempre. Me tendió la mano como saludo y cuando alargué la mía para estrechársela, se llevó la suya a la frente y se peinó los pelos blancos del flequillo.
 “¡Has vuelto a caer!”, exclamó soltando una risotada.
Lo que no sabía Fernando es a qué había ido yo esa noche al BV80. Sin más dilación, le dije:
“¿Te acuerdas de Fando?”
Se levantó las gafas extrañado y preguntó:
“¿Qué Fando?”
“El que te está buscando”, le solté a bocajarro.
 Se quedó como mirando al futuro, es decir, a nada. Luego reaccioné:
“Fando, hombre, Fando. ¿Qué Fando va a ser? El de Viva la muerte”.
Se puso serio.
“¿Y qué pasa con él?”
“Que lo he vuelto a ver. Ya no tiene diez años ni es aquel muchacho que descubrió la triste verdad de la desaparición de su padre durante la guerra…”
         Arrabal se puso de nuevo las gafas. Pero no sé para qué porque no miraba a ningún sitio. Parecía hacer todo lo contrario, es decir, mirarse dentro, muy dentro de sí mismo para escudriñarse la identidad, la infancia… De repente, redujo aún más la rendija de sus pequeños ojos de niño y, tras aplaudir seguramente alguna ocurrencia suya que acababa de pescar en el río inagotable de su mente, soltó una de sus carcajadas y disparó valiéndose de sus índices estirados hacia mí:
“Casi te quedas conmigo, ¿eh? Pero una película es sólo una película y de eso hace muchos años. ¡Joder, 1971! ¡Ya ha llovido! ¡Ni me acuerdo de aquel engendro mío de Baal Babylone, del que saqué el argumento!”
Le estreché con ternura sus manos convertidas en pistolas con las mías y, ante su sorpresa, insistí:
“Fando está vivo y desea hablar contigo”.
Se agitó nervioso. Dijo:
“¿Por qué no olvidamos esta charla y nos tomamos un par de cervezas para celebrar que estamos vivos?”
“Antes tienes que hablar con Fando”.
Se limpió una lágrima.
“Fando ha muerto”, dijo en un susurro. Luego se miró al espejo y añadió: “¿Lo ves? Ya no está, ya no aparece por ningún lado en el cristal aquel que tantas veces me miraba aviesamente desde él, como pidiéndome una explicación. Ya se la di. Ya se la di.”
Me alegré de verdad. Lo miré fijamente. Y algo vi en su mirada que me hizo contestarle:
“Por fin, Fernando, te has liberado de tus fantasmas. Es el momento de tomarnos esas cervezas. ¡Viva la vida!”

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