lunes, 12 de enero de 2015

NARRACIONES INTEMPORALES (1)



El hombre que no recordaba quién era



El hombre se levantó sin recordar quién era. Francamente preocupado, fue a ver al primer psiquiatra que encontró en las páginas amarillas. El doctor tenía su despacho en una especie de caserón ocupado. Las puertas de los diversos pisos estaban arrancadas de sus jambas y las pocas que quedaban aún en pie mostraban sus cerraduras reventadas; a cambio, utilizaban cadenas y candados para mantenerlas lejos de tentaciones negativas. Sin embargo, la puerta del despacho del psiquiatra era la única que permanecía siempre abierta de par en par; por su umbral no dejaban de entrar y salir nuevos clientes que iban a consultarle sus problemas. Así que el hombre esperó su turno y entró en la consulta.
El despacho, mal iluminado por una ventana estrecha que daba a un exiguo patio de luces, sólo disponía de un sillón de anea donde se sentaba el psiquiatra y de una silla de lo más común del mundo destinada sin duda para los presuntos pacientes. Al verlo entrar, el facultativo se levantó, le estrechó la mano y luego con un gesto le invitó a sentarse en la silla. Sin dejarle respirar le hizo la gran pregunta:
--¿Cuál es su problema?
El hombre le dijo la única respuesta posible:
--No recuerdo quién soy.
--Eso es muy frecuente hoy en día—le contestó el psiquiatra sin inmutarse lo más mínimo--. Pero casi siempre tiene solución. Basta con desear curarse. Desear curarse. Eso es lo importante. ¿Usted desea curarse? Quiero decir, ¿usted quiere recordar quién es? Porque muchas veces es mejor no saberlo, créame. Se lo digo como profesional.
El hombre no salía de su asombro.
--No se asuste con mis palabras –añadió el facultativo calmándole con un gesto--. Lo que quiero decir es que muchas personas se han curado sólo tras haber olvidado precisamente su personalidad. Déjeme que le vuelva a formular la pregunta: ¿usted quiere realmente saber quién es?
--Sí, señor—le respondió el hombre completamente convencido--. De lo contrario, no habría venido a su consulta, ¿no le parece?
--Por supuesto. Bien, primer escollo resuelto. Usted está verdaderamente decidido a recobrar su personalidad. Ha quedado claro. Así pues, le voy a recetar un medicamento que acaba con la amnesia en pocas semanas, como mucho mes y medio.
--¿Mes y medio ha dicho? –preguntó el hombre verdaderamente alarmado, mientras notaba cómo el sudor recorría su piel mientras el corazón galopaba en su pecho como un caballo desbocado--. Yo necesito urgentemente saber quién soy, doctor. Verá, yo sufrí un infarto hace poco menos de un año y temo que, si me da otro, puede ser el definitivo y de él no salga.
El psiquiatra lo miró con cara de póquer. Hizo un gesto vago con los dedos junto a su sien derecha y echó mano de un taco de octavillas pegadas por un extremo. Separó una de ellas y escribió unas palabras. Acto seguido lo miró nuevamente y, tras entregarle la nota escrita, le dijo:
--No se preocupe, para casos extremos siempre guardo un as en la manga. Vaya a la dirección que le he apuntado ahí y pregunte por el señor Swep. En Internet encontrará referencias sobre la dirección: cerca de aquí, en la misma calle, existe un cibercafé donde podrá hacerlo. –Hizo una pausa para echarse hacia atrás en el sillón y a modo de conclusión dijo:-- Yo ya no puedo hacer nada más por usted.
Después se levantó, estrechó la mano del hombre y le deseó suerte.
Éste le dio las gracias por todo y salió del despacho, en tanto que un nuevo paciente ya se cruzaba con él en el trayecto.
En la calle, encontró efectivamente el cibercafé indicado, un espacio incómodo donde flotaba un humo amarillento y hediondo. Hizo de tripas corazón y se sentó ante un ordenador mugriento. En Google Maps localizó la dirección a las afueras de la urbe, al otro lado de un  puente y un río de los que no recordaba haber oído hablar nunca. También aprovechó Internet para enterarse de que el Swep era un término indoeuropeo que significaba “sueño”. Sin saber muy bien en qué berenjenal se estaba metiendo, pagó el euro que le había costado el uso del ordenador y cogió un taxi para llegar con más seguridad a la dirección de la nota.
Cuando el taxista la leyó, lo miró como si fuera un bicho raro.
--¿Está seguro de querer ir a este lugar? Para la mayoría de los ciudadanos Ciudad Oníria es sinónimo de misterio, encanto, surrealismo, poesía, hechizo, hipnotismo o sueño.
Al ver que el hombre le decía que sí con la cabeza, se encogió de hombros y condujo el coche durante un buen rato hasta un paraje que parecía sacado de una pintura de Chirico. Al final de un puente se levantaba una mansión oscura que parecía abandonada y cortada en diagonal por una espesa niebla, de modo que sólo dejaba ver un pequeño triángulo de la fachada y lo que había en él: la entrada del caserón, que era una puerta con arco apuntado, y media ventana también gótica.
El hombre se despidió del taxista y, sin esperar a ver cómo el coche desaparecía como una exhalación, se acercó a la puerta, levantó la aldaba del llamador, que representaba un búho de bronce con los ojos cerrados, y golpeó tres veces. Casi inmediatamente la puerta se abrió unas pulgadas, las suficientes para dejar ver en el hueco el perfil aguileño de una persona.
--¿Quién es usted?—preguntó amenazando con clavar su nariz de ave rapaz en el rostro del recién llegado.
--Ya me gustaría saberlo—dijo éste evitando el picotazo--. A eso vengo, a que alguien me lo diga. ¿Vive aquí un hombre que se llama Swep? Me han dicho que él puede ayudarme.
--Ah, si es así, pase.
Y, agarrándole de la ropa, lo metió dentro de la mansión sin darle opción alguna para negarse.
Había una lámpara de pie sobre la única mesa que ocupaba el centro del salón, que alumbraba la décima parte de la estancia. El del perfil de ave rapaz le indicó al hombre que esperara allí al señor Swep y desapareció en las sombras, dejando tras sí un rumor de pasos apagados.
Al quedarse solo, el hombre intentó escudriñar los rincones de sombra para poder descubrir algún mueble más, algún tapiz, algún escudo heráldico, alguna panoplia de armas, tal vez algún retrato de personaje ilustre, digno ascendiente de aquel silencioso y solitario caserón.
--En esta casa no descubrirá nada superfluo—sonó una voz que salía de las sombras situadas a la izquierda--; aquí sólo hay lo necesario.
Y apareció en el espacio alumbrado por la lámpara un hombre vestido con papeles de periódico y la cara velada por una máscara de dios barbudo. En una mano traía un frasco de cristal y en la otra un libro.
--Sé a qué ha venido.
--Entonces sabrá también ayudarme.
--Eso ya lo veo más difícil.
--¿Por qué?
--Porque usted, que ha venido aquí para saber quién es, acabará yéndose como ha venido. Sin saber quién es.
--¿Por qué?—volvió a preguntar el hombre verdaderamente angustiado.
--Porque usted no es nadie.
El hombre dio un salto atrás.
--No se asuste. He dicho que usted no es nadie y eso no es cierto del todo. Usted es un ente de ficción, pura creación de un escritor de cuentos.
--¿Quiere decir que sólo soy un personaje, lo mismo que el Emperador de Andersen o Peter Pan de Barrie, por ejemplo?
--Me temo que algo así. --Le mostró el libro que traía en una mano--. De este libro.
El hombre intentó leer el título, pero las letras bailaban en sus ojos, producto sin duda de la escasa iluminación del lugar.
--Se titula El sueño de los cuentos.  Y usted es el principal personaje.
El hombre no daba crédito a sus oídos.
--Pero usted va a ayudarme a…
--No sé si podré. Lo único que puedo hacer por usted…
El hombre se agarró a sus palabras como a un clavo ardiendo.
--Lo que sea. Haga lo que sea, por favor.
El señor Swep debió de ver en su interlocutor a un ser verdaderamente desesperado porque enseguida añadió:
--Pero ha de seguir al pie de la letra todas y cada una de mis indicaciones.
--Lo que sea—respondió decidido a obedecerle a machamartillo.
--De acuerdo—dijo mostrándole de cerca el frasco de cristal que portaba en la otra mano, en cuyo interior nadaba un líquido azulado y vaporoso--. Lo primero, bébase el contenido de este frasco—lo destapó y se lo entregó--, y de una vez.
El hombre cogió el frasco dispuesto a llevárselo a la boca, pero el señor Swep le detuvo bruscamente el movimiento.
--Pero antes debe repetir conmigo la frase “Sólo el sueño puede abrirme la puerta de la vida.”
--“Sólo el sueño puede abrirme la puerta de la vida”.
--Beba ahora—dijo--. Y recuerde: de un tirón. Todo el líquido de una vez.
Y bebió.
El vaso de agua temblaba en su mano. Miró el reloj de la mesilla de noche. Eran las cuatro de la madrugada.
--La misma pesadilla de todas estas últimas noches—murmuró con un gesto de desagrado--. Mañana sin falta iré al psiquiatra. A ver qué me dice esta vez.

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