El hombre que
no recordaba quién era
El hombre se levantó sin recordar quién era.
Francamente preocupado, fue a ver al primer psiquiatra que encontró en las
páginas amarillas. El doctor tenía su despacho en una especie de caserón
ocupado. Las puertas de los diversos pisos estaban arrancadas de sus jambas y
las pocas que quedaban aún en pie mostraban sus cerraduras reventadas; a
cambio, utilizaban cadenas y candados para mantenerlas lejos de tentaciones
negativas. Sin embargo, la puerta del despacho del psiquiatra era la única que
permanecía siempre abierta de par en par; por su umbral no dejaban de entrar y
salir nuevos clientes que iban a consultarle sus problemas. Así que el hombre
esperó su turno y entró en la consulta.
El despacho, mal iluminado por una ventana estrecha
que daba a un exiguo patio de luces, sólo disponía de un sillón de anea donde
se sentaba el psiquiatra y de una silla de lo más común del mundo destinada sin
duda para los presuntos pacientes. Al verlo entrar, el facultativo se levantó,
le estrechó la mano y luego con un gesto le invitó a sentarse en la silla. Sin
dejarle respirar le hizo la gran pregunta:
--¿Cuál es su problema?
El hombre le dijo la única respuesta posible:
--No recuerdo quién soy.
--Eso es muy frecuente hoy en día—le contestó el
psiquiatra sin inmutarse lo más mínimo--. Pero casi siempre tiene solución.
Basta con desear curarse. Desear curarse. Eso es lo importante. ¿Usted desea
curarse? Quiero decir, ¿usted quiere recordar quién es? Porque muchas veces es
mejor no saberlo, créame. Se lo digo como profesional.
El hombre no salía de su asombro.
--No se asuste con mis palabras –añadió el facultativo
calmándole con un gesto--. Lo que quiero decir es que muchas personas se han
curado sólo tras haber olvidado precisamente su personalidad. Déjeme que le
vuelva a formular la pregunta: ¿usted quiere realmente saber quién es?
--Sí, señor—le respondió el hombre completamente
convencido--. De lo contrario, no habría venido a su consulta, ¿no le parece?
--Por supuesto. Bien, primer escollo resuelto. Usted
está verdaderamente decidido a recobrar su personalidad. Ha quedado claro. Así
pues, le voy a recetar un medicamento que acaba con la amnesia en pocas
semanas, como mucho mes y medio.
--¿Mes y medio ha dicho? –preguntó el hombre
verdaderamente alarmado, mientras notaba cómo el sudor recorría su piel
mientras el corazón galopaba en su pecho como un caballo desbocado--. Yo
necesito urgentemente saber quién soy, doctor. Verá, yo sufrí un infarto hace
poco menos de un año y temo que, si me da otro, puede ser el definitivo y de él
no salga.
El psiquiatra lo miró con cara de póquer. Hizo un
gesto vago con los dedos junto a su sien derecha y echó mano de un taco de
octavillas pegadas por un extremo. Separó una de ellas y escribió unas
palabras. Acto seguido lo miró nuevamente y, tras entregarle la nota escrita,
le dijo:
--No se preocupe, para casos extremos siempre guardo
un as en la manga. Vaya a la dirección que le he apuntado ahí y pregunte por el
señor Swep. En Internet encontrará referencias sobre la dirección: cerca de
aquí, en la misma calle, existe un cibercafé donde podrá hacerlo. –Hizo una
pausa para echarse hacia atrás en el sillón y a modo de conclusión dijo:-- Yo
ya no puedo hacer nada más por usted.
Después se levantó, estrechó la mano del hombre y le
deseó suerte.
Éste le dio las gracias por todo y salió del despacho,
en tanto que un nuevo paciente ya se cruzaba con él en el trayecto.
En la calle, encontró efectivamente el cibercafé
indicado, un espacio incómodo donde flotaba un humo amarillento y hediondo.
Hizo de tripas corazón y se sentó ante un ordenador mugriento. En Google Maps
localizó la dirección a las afueras de la urbe, al otro lado de un puente y un río de los que no recordaba haber
oído hablar nunca. También aprovechó Internet para enterarse de que el Swep era
un término indoeuropeo que significaba “sueño”. Sin saber muy bien en qué
berenjenal se estaba metiendo, pagó el euro que le había costado el uso del
ordenador y cogió un taxi para llegar con más seguridad a la dirección de la
nota.
Cuando el taxista la leyó, lo miró como si fuera un
bicho raro.
--¿Está seguro de querer ir a este lugar? Para la
mayoría de los ciudadanos Ciudad Oníria es sinónimo de misterio, encanto,
surrealismo, poesía, hechizo, hipnotismo o sueño.
Al ver que el hombre le decía que sí con la cabeza, se
encogió de hombros y condujo el coche durante un buen rato hasta un paraje que
parecía sacado de una pintura de Chirico. Al final de un puente se levantaba
una mansión oscura que parecía abandonada y cortada en diagonal por una espesa
niebla, de modo que sólo dejaba ver un pequeño triángulo de la fachada y lo que
había en él: la entrada del caserón, que era una puerta con arco apuntado, y
media ventana también gótica.
El hombre se despidió del taxista y, sin esperar a ver
cómo el coche desaparecía como una exhalación, se acercó a la puerta, levantó
la aldaba del llamador, que representaba un búho de bronce con los ojos
cerrados, y golpeó tres veces. Casi inmediatamente la puerta se abrió unas
pulgadas, las suficientes para dejar ver en el hueco el perfil aguileño de una
persona.
--¿Quién es usted?—preguntó amenazando con clavar su
nariz de ave rapaz en el rostro del recién llegado.
--Ya me gustaría saberlo—dijo éste evitando el
picotazo--. A eso vengo, a que alguien me lo diga. ¿Vive aquí un hombre que se
llama Swep? Me han dicho que él puede ayudarme.
--Ah, si es así, pase.
Y, agarrándole de la ropa, lo metió dentro de la
mansión sin darle opción alguna para negarse.
Había una lámpara de pie sobre la única mesa que
ocupaba el centro del salón, que alumbraba la décima parte de la estancia. El
del perfil de ave rapaz le indicó al hombre que esperara allí al señor Swep y
desapareció en las sombras, dejando tras sí un rumor de pasos apagados.
Al quedarse solo, el hombre intentó escudriñar los
rincones de sombra para poder descubrir algún mueble más, algún tapiz, algún
escudo heráldico, alguna panoplia de armas, tal vez algún retrato de personaje
ilustre, digno ascendiente de aquel silencioso y solitario caserón.
--En esta casa no descubrirá nada superfluo—sonó una
voz que salía de las sombras situadas a la izquierda--; aquí sólo hay lo
necesario.
Y apareció en el espacio alumbrado por la lámpara un
hombre vestido con papeles de periódico y la cara velada por una máscara de
dios barbudo. En una mano traía un frasco de cristal y en la otra un libro.
--Sé a qué ha venido.
--Entonces sabrá también ayudarme.
--Eso ya lo veo más difícil.
--¿Por qué?
--Porque usted, que ha venido aquí para saber quién
es, acabará yéndose como ha venido. Sin saber quién es.
--¿Por qué?—volvió a preguntar el hombre
verdaderamente angustiado.
--Porque usted no es nadie.
El hombre dio un salto atrás.
--No se asuste. He dicho que usted no es nadie y eso
no es cierto del todo. Usted es un ente de ficción, pura creación de un
escritor de cuentos.
--¿Quiere decir que sólo soy un personaje, lo mismo
que el Emperador de Andersen o Peter Pan de Barrie, por ejemplo?
--Me temo que algo así. --Le mostró el libro que traía
en una mano--. De este libro.
El hombre intentó leer el título, pero las letras
bailaban en sus ojos, producto sin duda de la escasa iluminación del lugar.
--Se titula El
sueño de los cuentos. Y usted es el
principal personaje.
El hombre no daba crédito a sus oídos.
--Pero usted va a ayudarme a…
--No sé si podré. Lo único que puedo hacer por usted…
El hombre se agarró a sus palabras como a un clavo
ardiendo.
--Lo que sea. Haga lo que sea, por favor.
El señor Swep debió de ver en su interlocutor a un ser
verdaderamente desesperado porque enseguida añadió:
--Pero ha de seguir al pie de la letra todas y cada
una de mis indicaciones.
--Lo que sea—respondió decidido a obedecerle a
machamartillo.
--De acuerdo—dijo mostrándole de cerca el frasco de
cristal que portaba en la otra mano, en cuyo interior nadaba un líquido azulado
y vaporoso--. Lo primero, bébase el contenido de este frasco—lo destapó y se lo
entregó--, y de una vez.
El hombre cogió el frasco dispuesto a llevárselo a la
boca, pero el señor Swep le detuvo bruscamente el movimiento.
--Pero antes debe repetir conmigo la frase “Sólo el
sueño puede abrirme la puerta de la vida.”
--“Sólo el sueño puede abrirme la puerta de la vida”.
--Beba ahora—dijo--. Y recuerde: de un tirón. Todo el
líquido de una vez.
Y bebió.
El vaso de agua temblaba en su mano. Miró el reloj de
la mesilla de noche. Eran las cuatro de la madrugada.
--La misma pesadilla de todas estas últimas noches—murmuró con un gesto
de desagrado--. Mañana sin falta iré al psiquiatra. A ver qué me dice esta vez.
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