Todo empezó el día en que el señor Heine padre
repartía, como era su costumbre cada principio de mes, limosnas entre los
pobres de su localidad. A un lado de la mesa del despacho, el pequeño Henri
asistía a la distribución limosnera que su progenitor llevaba a cabo junto con
palabras de ánimo y sabios consejos dirigidos a los menesterosos. Y entre éstos
apareció una anciana que tenía fama de bruja entre los habitantes de la
población, acompañada de su nieto, un pilluelo redomado que se distinguía,
entre otras lindezas, por regalar con su caña, de la que nunca se separaba, con
buenos cañazos al pequeño Heine adobados con burlas e insultos, el menor de los
cuales era “señoritingo de boñigas de caballo”.
Pues bien, ese día, tras recibir su abuela la limosna
correspondiente de manos del señor Heine, le besó la mano y se deshizo en
palabras de agradecimiento hacia éste; a continuación alabó la belleza de su
hijo, el pequeño Henri y añadió que rezaría a la Virgen María para que nunca padeciera
hambre en su vida ni se viera jamás obligado a pedir limosna. No satisfecha con
ello, la anciana le pidió a su nieto que besara la mano del niño Heine. El
pilluelo obedeció a regañadientes mientras clavaba una mirada de ira y de
venganza en la de aquél.
Cuando, acabado el reparto limosnero, la corte de los
milagros abandonó la habitación, la anciana niñera de Henri, que había estado
presente en el momento en que la vieja bruja se había deshecho en alabanzas
hacia la belleza del niño, se despertó en ella la vieja superstición popular
según la cual trae mala suerte alabar de ese modo a los niños pequeños porque
enseguida enferman o les ocurre alguna desgracia. Y ni corta ni perezosa se
acercó a Henri y le escupió, según el rito adecuado para esas circunstancias,
tres veces en la cabeza.
Pero el exorcismo no acaba ahí; eso sólo era el
principio. Pues según la misma superstición, el sortilegio producido por una
bruja sólo podía ser deshecho por otra bruja. Y la anciana niñera cogió al niño
y lo llevó a casa de esta segunda bruja, que, al conocer el caso, le cortó a
Heine niño unos pelos de la coronilla y le pasó por ella el pulgar derecho
mojado con saliva mientras farfullaba palabras ininteligibles a modo de fórmula
mágica.
Así fue como Henri Heine se convirtió en sacerdote del
diablo. Posteriormente la bruja del exorcismo le puso al corriente de lo más
importante de las artes brujeriles. Pero eso es motivo de otro momento.
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