Hay poetas a cuya lectura hay que volver frecuentemente para no perder de
vista el horizonte de la sensibilidad y el buen gusto. Uno de ellos nos
pertenece de lleno; se trata de Juan Ramón Jiménez. Nació un par de días antes
de Navidad de 1881 y murió en Puerto Rico en 1958, dos años después de recibir
el Premio Nobel de Literatura por toda su obra, que fue completamente lírica,
aun en sus libros de prosa. Solitario desde niño (él mismo nos dice que no jugó como los otros y
que se encerraba en un mundo especial de ensueño que sólo le pertenecía a
él), e hipersensible, cuando su padre
murió en 1900, una vez trasladada la familia a Madrid, se sumió en una profunda
depresión que un año más tarde lo llevó a un sanatorio de Burdeos y finalmente
al Sanatorio del Rosario de Madrid. Ese carácter eternamente melancólico y
solitario le llevó a enclaustrarse en la poesía, donde creyó encontrar siempre el
único refugio que le hacía realmente feliz. Y aunque tuvo en su vida varios
amores y se casó finalmente con Zenobia Camprubí, que fue además de compañera
intensa colaboradora, especialmente, en la traducción de la obra de Rabindranat
Tagore, su verdadero amor siempre fue la poesía, como él dejó dicho más de una
vez. Y aunque hoy no he venido aquí para hablar de sus libros en verso, que son
muchos y buenos, de los cuales menciono cinco títulos que para mí son
esenciales: Arias tristes, La soledad sonora, Sonetos espirituales, Eternidades
y La estación total, quiero, sin embargo, mencionar un poema que dentro de su
sencillez formal pinta como ningún otro su romance vital con la poesía y es
bello como él solo. Pertenece a Eternidades (1918), para mí, como he dicho, uno
de los cinco mejores poemarios, y el poema dice así:
“Vino primero pura
vestida de inocencia;
y la amé como un niño.
Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes,
y la fui odiando sin saberlo.
Llegó a ser una reina
fastuosa de tesoros…
¡Qué iracundia de hiel y sin sentido!
Mas se fue desnudando
y yo le sonreía.
Se quedó con la túnica
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
Y se quitó la túnica
y apareció desnuda toda.
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda,
mía para siempre!”
Sin embargo, hoy en realidad he venido a hablar de uno de sus mejores libros en
prosa, Platero y yo, que tiene tanta poesía como cualquiera de sus libros en
verso. Y lo hago porque precisamente se cumplen este año los cien de su
aparición (1914), en plena etapa modernista del poeta de Moguer. Juan Ramón lo
subtituló Elegía andaluza. Y realmente es una elegía de carácter andaluz. Elegía
porque es un canto a la infancia perdida, la edad de oro para Novalis, y edad
de oro para Juan Ramón, de la que dice: “Por esa edad de oro, que es como una
isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí
tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca.”
Y andaluza porque el poeta se vale del paisaje andaluz, de sus campos y
dehesas, sus árboles y sus flores aromáticas, sus mañanas luminosas, sus tardes
idílicas y sus noches misteriosas de luna llena; se vale de sus pueblecitos
llenos de encanto, sus callejas familiares, sus herrerías, sus iglesias, sus
ríos, sus eras, sus huertos y sus tapias, sus patios y sus corrales… Se vale de
un ambiente concretamente andaluz para hablarnos de sus gentes humildes y
sencillas que van y vienen de sus trabajos urbanos y campesinos, de sus niños y
sus juegos, sus alegrías y sus tristezas, sus miserias y sus miedos, sus
animales de compañía y, especialmente, del protagonista de la historia, el
burrito Platero, que sirve a su dueño el Poeta de confidente para expresarle
sus ideas y sus sentimientos, que abarcan los temas fundamentales del hombre:
la amistad, el amor, el dolor, la soledad, la necesidad, el hambre, la
enfermedad, la solidaridad, la ternura, la muerte, el más allá… En la mayoría
de las ocasiones Juan Ramón cuenta o pinta la anécdota o la escena valiéndose
de la primera y tercera persona , y así retrata a Platero (“pequeño, peludo,
suave…”; “tierno y mimoso como un niño…”), habla de los juegos del anochecer a
los que se entregan los niños pobres (juegan a asustarse, fingen ser
mendigos…), y se retrata también a sí mismo (“vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve
sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris
de Platero”). Pero la mayoría de las veces habla con el asnillo (“Si tú
vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y
escribirías palotes.”; “¡No te asustes, hombre! ¿Qué te pasa? Vamos,
quietecito… Es que están matando a Judas, tonto.” “Mira, Platero, qué de rosas
caen por todas partes…” “Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea…”
Etcétera. Y siempre destaca en todos los capitulillos del libro, 138, en la
edición que manejo, del Círculo de Lectores de 1963, el lenguaje poético más
depurado, ricas adjetivaciones, epítetos sensoriales, comparaciones,
metáforas, repeticiones, prosopopeyas,
diminutivos apreciativos …
Como muestra, un botón.
Capítulo doce
La púa
“Entrando, en la
dehesa de los Caballos, Platero ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo...
- Pero, hombre, ¿qué
te pasa?
Platero ha dejado la
mano derecha un poco levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso,
sin tocar casi con el casco la arena ardiente del camino.
Con una solicitud
mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le
he mirado la ranilla roja.
Una púa larga y verde,
de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo de esmeralda.
Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al
pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente le lama,
con su larga lengua pura, la heridilla.
Después, hemos seguido
hacia la mar blanca, yo delante, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves
topadas en la espalda.”
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