lunes, 15 de diciembre de 2014

LEER A JUAN RAMÓN JIMÉNEZ




Hay poetas a cuya lectura hay que volver frecuentemente para no perder de vista el horizonte de la sensibilidad y el buen gusto. Uno de ellos nos pertenece de lleno; se trata de Juan Ramón Jiménez. Nació un par de días antes de Navidad de 1881 y murió en Puerto Rico en 1958, dos años después de recibir el Premio Nobel de Literatura por toda su obra, que fue completamente lírica, aun en sus libros de prosa. Solitario desde niño (él  mismo nos dice que no jugó como los otros y que se encerraba en un mundo especial de ensueño que sólo le pertenecía a él),  e hipersensible, cuando su padre murió en 1900, una vez trasladada la familia a Madrid, se sumió en una profunda depresión que un año más tarde lo llevó a un sanatorio de Burdeos y finalmente al Sanatorio del Rosario de Madrid. Ese carácter eternamente melancólico y solitario le llevó a enclaustrarse en la poesía, donde creyó encontrar siempre el único refugio que le hacía realmente feliz. Y aunque tuvo en su vida varios amores y se casó finalmente con Zenobia Camprubí, que fue además de compañera intensa colaboradora, especialmente, en la traducción de la obra de Rabindranat Tagore, su verdadero amor siempre fue la poesía, como él dejó dicho más de una vez. Y aunque hoy no he venido aquí para hablar de sus libros en verso, que son muchos y buenos, de los cuales menciono cinco títulos que para mí son esenciales: Arias tristes, La soledad sonora, Sonetos espirituales, Eternidades y La estación total, quiero, sin embargo, mencionar un poema que dentro de su sencillez formal pinta como ningún otro su romance vital con la poesía y es bello como él solo. Pertenece a Eternidades (1918), para mí, como he dicho, uno de los cinco mejores poemarios, y el poema dice así:
“Vino primero pura
vestida de inocencia;
y la amé como un niño.
Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes,
y la fui odiando sin saberlo.
Llegó a ser una reina
fastuosa de tesoros…
¡Qué iracundia de hiel y sin sentido!
Mas se fue desnudando
y yo le sonreía.
Se quedó con la túnica
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
Y se quitó la túnica
y apareció desnuda toda.
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!”

Sin embargo, hoy en realidad he venido a hablar de uno de sus mejores libros en prosa, Platero y yo, que tiene tanta poesía como cualquiera de sus libros en verso. Y lo hago porque precisamente se cumplen este año los cien de su aparición (1914), en plena etapa modernista del poeta de Moguer. Juan Ramón lo subtituló Elegía andaluza. Y realmente es una elegía de carácter andaluz. Elegía porque es un canto a la infancia perdida, la edad de oro para Novalis, y edad de oro para Juan Ramón, de la que dice: “Por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca.”
Y andaluza porque el poeta se vale del paisaje andaluz, de sus campos y dehesas, sus árboles y sus flores aromáticas, sus mañanas luminosas, sus tardes idílicas y sus noches misteriosas de luna llena; se vale de sus pueblecitos llenos de encanto, sus callejas familiares, sus herrerías, sus iglesias, sus ríos, sus eras, sus huertos y sus tapias, sus patios y sus corrales… Se vale de un ambiente concretamente andaluz para hablarnos de sus gentes humildes y sencillas que van y vienen de sus trabajos urbanos y campesinos, de sus niños y sus juegos, sus alegrías y sus tristezas, sus miserias y sus miedos, sus animales de compañía y, especialmente, del protagonista de la historia, el burrito Platero, que sirve a su dueño el Poeta de confidente para expresarle sus ideas y sus sentimientos, que abarcan los temas fundamentales del hombre: la amistad, el amor, el dolor, la soledad, la necesidad, el hambre, la enfermedad, la solidaridad, la ternura, la muerte, el más allá… En la mayoría de las ocasiones Juan Ramón cuenta o pinta la anécdota o la escena valiéndose de la primera y tercera persona , y así retrata a Platero (“pequeño, peludo, suave…”; “tierno y mimoso como un niño…”), habla de los juegos del anochecer a los que se entregan los niños pobres (juegan a asustarse, fingen ser mendigos…), y se retrata también a sí mismo (“vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero”). Pero la mayoría de las veces habla con el asnillo (“Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes.”; “¡No te asustes, hombre! ¿Qué te pasa? Vamos, quietecito… Es que están matando a Judas, tonto.” “Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes…” “Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea…” Etcétera. Y siempre destaca en todos los capitulillos del libro, 138, en la edición que manejo, del Círculo de Lectores de 1963, el lenguaje poético más depurado, ricas adjetivaciones, epítetos sensoriales, comparaciones, metáforas,  repeticiones, prosopopeyas, diminutivos apreciativos …
Como muestra, un botón.
Capítulo doce

La púa
“Entrando, en la dehesa de los Caballos, Platero ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo...
- Pero, hombre, ¿qué te pasa?
Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena ardiente del camino.
Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja.
Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente le lama, con su larga lengua pura, la heridilla.
Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda.”

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