Desde que inicié este diario del año de Londres, debo
reconocer que la capital británica está presente siempre en mis pensamientos y
busco con interés cualquier asunto, tema o noticia que tenga que ver con ella.
Pero a veces la casualidad me trae a los ojos la presencia de la ciudad de
Dickens o Sherlok Holmes. Anoche, sin ir más lejos, ante lo anodino de la
programación televisiva y como preparación para el sueño, nos pusimos a ver un
episodio ya comenzado de una de nuestras series favoritas, junto a la de Mentes criminales; me refiero a Castle, cuyo protagonista es un escritor
de novelas policíacas que acompaña a una inspectora, de la que está enamorado,
a resolver los casos criminales más enrevesados (el de anoche tenía que ver con
un diamante fabricado en torno al cual ocurre un extraño asesinato).
Y cuál no sería nuestra sorpresa cuando al acabar
dicho episodio, la programación nos ofreció uno de la serie Elementary, otra que nos atrae bastante
por la condición extravagante del protagonista, esta vez nada más ni nada menos
que Sherlok Holmes, un Sherlok Holmes mucho más joven que el que creó Doyle que
trabaja como detective asesor para la policía neoyorkina, acompañado en la
serie, para mayor sorpresa de los seguidores del famoso detective, por una
doctora Watson de rasgos orientales, bella y tan inteligente o más que el
originario galeno.
Pues bien, resulta que en vez de estar el episodio
ambientado, como la mayoría de ellos, en Nueva York, transcurre todo él en
Londres. Sí, en Londres, porque el detective se ve obligado a ayudar a un viejo
colega suyo de Scotland Yard a resolver un caso en el que una mujer es
asesinada por un arma fabricada en una impresora de 3D. La trama en este caso
era lo de menos; lo que nos importaba de verdad era ver pasar ante nuestros
ojos parte del Londres que podremos ver, si Dios quiere, en poco menos de seis
meses de verdad, sin intermediarios de ninguna clase. Y allí aparecieron, el
Támesis, la Torre, el Parlamento, el Big-Ben, Trafalgar Square… Precisamente en
esta singular plaza vemos bajar a Holmes y a Watson por la escalinata de la National
Gallery para acercarse a la columna de Nelson a cuyos pies tiene lugar el
contacto con alguien que deja en el bolso de la bella doctora un sobre con la
relación de impresoras de 3D, una de las cuales era la que había fabricado la
pistola de plástico asesina.
Después de casi un mes he vuelto a subir a Tossa:
sabía que el mar –por las mañanas triste acero, azul sereno por las tardes—me
llamaba insistentemente echándome de menos con igual fuerza que yo a él.
Cuando en mi ruta con la bici pasaba por el paseo
camino de la Mar Menuda, como hago siempre, vi que los empleados del
ayuntamiento estaban cambiando las farolas del paseo. Esa fue la única señal de
vida humana que encontré en mi ruta con la bici. Y es que el pueblo se pasa el
invierno durmiendo. En cambio, el que no duerme nunca es el mar, que prosigue
respirando en las arenas junto a la nerviosa risa de las gaviotas posadas en la
isla de la bahía.
Pero aún así disfruto atravesando las calles
encerradas en su silencio, esperando impacientes la llegada de otra temporada
de turistas. En cuanto a mí, prefiero que los turistas sigan en sus ciudades
entregados a sus quehaceres cotidianos, y cuando llegue el verano, que hagan lo
que quieran, como si quieren seguir visitando a nuestro pueblo. Masificado
entonces, ya no importa gran cosa que haya unos miles de forasteros más.
De momento, yo paso con mi bici por delante de los
bares y hoteles cerrados, de las tiendas de recuerdos hechas sólo recuerdo de
un verano que fue mágico como todos y, como todos, forma ahora parte del
olvido…
Atravieso como una exhalación de un presente poderoso,
irrefrenable, este pueblo que ahora por fin puedo decir que es mío, y salgo al
aire abierto, aromado de peces que es el mar.
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