sábado, 27 de diciembre de 2014

EL AÑO DE LONDRES (3)




 


El fin de semana último de enero (del 17 al 19) lo he pasado en Barcelona, acompañado de la lluvia y un  tiempo desapacible; sólo la incomparable compañía de mi mujer ha hecho posible que apenas notara las inclemencias del tiempo. Debo añadir la visita en Caixa Forum al pintor neoimpresionista francés Camille Pissarro (67 lienzos que constituyen la más grande muestra que nunca se haya hecho en Barcelona de este singular artista) y al MNAC del Palacio Nacional de Montjuic, la lectura de las Memorias de Heine y la incursión esta misma mañana de domingo a mi querido Mercadillo de los libros de San Antonio (se da también la circunstancia de que este barrio tan unido a mi época de estudiante universitario celebra la fiesta de su santo), incursión harto fructífera pues por poco dinero he adquirido la Historia del Arte de Pijoan (cuatro tomos), Los ángeles y una Historia del arte contemporáneo del siglo XX. En otro puestecillo anterior acababa de comprar por otra irrisoria cantidad de dinero (¡cómo echo de menos otros tiempos del pasado, cuando fui engordando mi biblioteca con volúmenes rescatados de la humedad, el polvo y la desidia!).
Y lo que es más importante, como resultado de algunas de esas cosas vividas este fin de semana en Barcelona, he pergeñado varias octavillas.
En Barcelona con Pissarro
En una tregua de la lluvia hemos estado en la fábrica textil de Caixa Forum donde Pissarro muestra sus secretos vitales y pictóricos y desnuda su paleta ante nuestra atónita mirada. Allí estaba empujando su carro del caballete hasta el campo, y, delante de un prado, un bosque o un camino, ha desplegado sus bártulos de magia, y “humilde y colosal”, como lo definía Cezanne, ha empezado a rellenar sus lienzos. Y mientras iban apareciendo a nuestra vista árboles frutales, rosas cortadas en un jarrón o la figura de una criada portando una copa, Pissarro nos ha ido contando sus peregrinajes, y unas veces oíamos las orillas del Marne y otras Louveciennes, cuando no Londres, y, ante nuestros ojos borrachos por la sorpresa aparecía el puente Charing-Cross sobre el Támesis, con barcazas atestadas de gente y la neblinosa silueta de torres y campanarios. Allí fue Pissarro huyendo de la guerra franco- alemana, y aprendió el arte de las nieblas londinenses en los museos, de la mano de Constable y Turner, y se casó por fin con el amor de su vida, aquella Julie Vellai que había sido criada de su madre y que ya le había dado dos hijos de los siete que tuvo con ella…
Nos mira y nos sonríe como pidiéndonos disculpas. Debe recoger los bártulos porque ya se ha ido yendo la luz, y los crepúsculos espantan las ganas de trabajar del viejo pintor. Acto seguido vuelve a empujar el carro del caballete camino de su casa. Pero mientras andamos por las salas, vuelven sus ojos cansados a ver nueva luz, la suficiente como para seguir pintando ante nosotros mientras nos habla ahora de Eragny-sur- Epte, que se encuentra a dos horas de París. Nos dice que esa será su última residencia permanente. Sus telas se humanizan con huertos de coles, almiares, manzanos en otoño, y el pincel pone puntos, manchas de color superpuestas hasta llenar el cielo, los caminos, los troncos de los árboles y las aguas de los estanques, al modo de Seurat y Signat, hasta que se cansó porque las gotas de verde, de azul, de siena… no lograban mostrar sus sensaciones, dar vida y movimiento a la atmósfera del cielo, a los reflejos de las aguas, al brillo de la piel de las vacas en los prados, al sol que daba en los tejados de las casas entrevistas y en las vallas…
Y de repente, adiós a los campos, al aire libre de caminos y bosques, charlas con campesinos que faenan en sus tierras…, adiós a los olores a establo y a granero, a frutas en sazón, a excrementos de animales, a paja segada y a la humedad de los viejos y umbríos caminos alfombrados por las hojas muertas… Nos lo confiesa Pissarro vivamente emocionado. Una enfermedad de los ojos le obliga a pintar desde la ventana de su estudio o desde la habitación de algún hotel, y entonces aparece en sus cuadros un París contemplado a vista de pájaro, un Sant- Honoré por la tarde con efecto de lluvia, por ejemplo.
Finalmente, atraído por la magia y el sosiego de los puertos, anciano ya, previendo acaso que su viejo barco hace aguas y busca la hora de anclar, viajará hasta los puertos de Dieppe o El Havre. Y ante nosotros despliega escenas pintadas de la muerte serena que ofrecen los puertos, bajo cielos soñados y mástiles que bailan para el pintor, que, despidiéndose de nosotros, mientras suena de nuevo la lluvia en los tejados de la modernista Fábrica Textil que es hoy Caixa Forum, nos dice sonriendo: "¡Uno debe empeñarse en lograr el éxito hasta el mismo final, porque si no es así, no hay esperanza!"

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