El fin de semana último de enero (del 17 al 19) lo he pasado en
Barcelona, acompañado de la lluvia y un
tiempo desapacible; sólo la incomparable compañía de mi mujer ha hecho
posible que apenas notara las inclemencias del tiempo. Debo añadir la visita en
Caixa Forum al pintor neoimpresionista francés Camille Pissarro (67 lienzos que
constituyen la más grande muestra que nunca se haya hecho en Barcelona de este
singular artista) y al MNAC del Palacio Nacional de Montjuic, la lectura de las
Memorias de Heine y la incursión esta misma mañana de domingo a mi querido
Mercadillo de los libros de San Antonio (se da también la circunstancia de que
este barrio tan unido a mi época de estudiante universitario celebra la fiesta
de su santo), incursión harto fructífera pues por poco dinero he adquirido la Historia del Arte de Pijoan (cuatro
tomos), Los ángeles y una Historia del arte contemporáneo del siglo XX.
En otro puestecillo anterior acababa de comprar por otra irrisoria cantidad de
dinero (¡cómo echo de menos otros tiempos del pasado, cuando fui engordando mi
biblioteca con volúmenes rescatados de la humedad, el polvo y la desidia!).
Y lo que es más importante, como resultado de algunas
de esas cosas vividas este fin de semana en Barcelona, he pergeñado varias
octavillas.
En Barcelona con
Pissarro
En una tregua de la lluvia hemos estado en la fábrica
textil de Caixa Forum donde Pissarro muestra sus secretos vitales y pictóricos
y desnuda su paleta ante nuestra atónita mirada. Allí estaba empujando su carro
del caballete hasta el campo, y, delante de un prado, un bosque o un camino, ha
desplegado sus bártulos de magia, y “humilde y colosal”, como lo definía
Cezanne, ha empezado a rellenar sus lienzos. Y mientras iban apareciendo a
nuestra vista árboles frutales, rosas cortadas en un jarrón o la figura de una
criada portando una copa, Pissarro nos ha ido contando sus peregrinajes, y unas
veces oíamos las orillas del Marne y otras Louveciennes, cuando no Londres, y,
ante nuestros ojos borrachos por la sorpresa aparecía el puente Charing-Cross
sobre el Támesis, con barcazas atestadas de gente y la neblinosa silueta de
torres y campanarios. Allí fue Pissarro huyendo de la guerra franco- alemana, y
aprendió el arte de las nieblas londinenses en los museos, de la mano de
Constable y Turner, y se casó por fin con el amor de su vida, aquella Julie
Vellai que había sido criada de su madre y que ya le había dado dos hijos de
los siete que tuvo con ella…
Nos mira y nos sonríe como pidiéndonos disculpas. Debe
recoger los bártulos porque ya se ha ido yendo la luz, y los crepúsculos
espantan las ganas de trabajar del viejo pintor. Acto seguido vuelve a empujar
el carro del caballete camino de su casa. Pero mientras andamos por las salas,
vuelven sus ojos cansados a ver nueva luz, la suficiente como para seguir pintando
ante nosotros mientras nos habla ahora de Eragny-sur- Epte, que se encuentra a
dos horas de París. Nos dice que esa será su última residencia permanente. Sus
telas se humanizan con huertos de coles, almiares, manzanos en otoño, y el
pincel pone puntos, manchas de color superpuestas hasta llenar el cielo, los
caminos, los troncos de los árboles y las aguas de los estanques, al modo de
Seurat y Signat, hasta que se cansó porque las gotas de verde, de azul, de
siena… no lograban mostrar sus sensaciones, dar vida y movimiento a la
atmósfera del cielo, a los reflejos de las aguas, al brillo de la piel de las
vacas en los prados, al sol que daba en los tejados de las casas entrevistas y
en las vallas…
Y de repente, adiós a los campos, al aire libre de caminos
y bosques, charlas con campesinos que faenan en sus tierras…, adiós a los
olores a establo y a granero, a frutas en sazón, a excrementos de animales, a
paja segada y a la humedad de los viejos y umbríos caminos alfombrados por las
hojas muertas… Nos lo confiesa Pissarro vivamente emocionado. Una enfermedad de
los ojos le obliga a pintar desde la ventana de su estudio o desde la
habitación de algún hotel, y entonces aparece en sus cuadros un París
contemplado a vista de pájaro, un Sant- Honoré por la tarde con efecto de
lluvia, por ejemplo.
Finalmente, atraído por la magia y el sosiego de los
puertos, anciano ya, previendo acaso que su viejo barco hace aguas y busca la
hora de anclar, viajará hasta los puertos de Dieppe o El Havre. Y ante nosotros
despliega escenas pintadas de la muerte serena que ofrecen los puertos, bajo
cielos soñados y mástiles que bailan para el pintor, que, despidiéndose de
nosotros, mientras suena de nuevo la lluvia en los tejados de la modernista
Fábrica Textil que es hoy Caixa Forum, nos dice sonriendo: "¡Uno debe
empeñarse en lograr el éxito hasta el mismo final, porque si no es así, no hay
esperanza!"
No hay comentarios:
Publicar un comentario