viernes, 19 de diciembre de 2014

EL ZAFIRO DEL APÓSTOL SANTIAGO




La época del año que escogimos para hacer el Camino, a mediados de otoño, nos reportó una nueva ventaja: sólo había en el albergue un peregrino, que a aquellas horas estaba encamado. De modo que pudimos instalarnos a nuestras anchas y descansar toda la noche de un tirón. Hasta que al alba nos despertaron unos gemidos cercanos. Los profería nuestro único compañero de albergue. Nos acercamos a ver qué le pasaba y descubrimos que tiritaba y tenía fiebre muy alta. Mientras mi mujer intentaba aliviarle la calentura con un paño húmedo aplicado en su frente, yo le cogía la mano que previamente me había tendido pidiendo ayuda. Con la voz en un hilo nos dijo: 
“No saben cuánto siento molestarles, pero me veo en las últimas horas de mi vida y temo que, si no me ayudan ustedes, no podré cumplir la promesa que tengo hecha.” 
Tras pronunciar estas palabras, cerró los ojos y cayó en una postración tan clara que creímos que se había ido para siempre. Pero el peregrino reabrió los ojos y, sacando de debajo de la ropa un pequeño envoltorio de terciopelo rojo, me lo entregó diciendo entre pausas agónicas: 
“Dentro… hay algo que un pariente mío robó… el año pasado de la sacristía… de la Catedral de Santiago. Falleció hace unas semanas… y en su lecho de muerte, sabedor… de que yo iba a realizar… este viaje, me hizo prometerle… que lo devolvería a su lugar de origen.” 
Exhausto, volvió a cerrar los párpados mientras de sus labios fluía un hilo de saliva manchada de sangre. Mi mujer se la limpió con todo cuidado y me miró mientras negaba con la cabeza. 
“Parece que el pobre hombre no ha aguantado más”, dijo y así fue porque ya no tenía pulso. 
Avisamos a los encargados del albergue para que siguieran los trámites pertinentes en estos casos. Una hora más tarde el Samur se llevaba el cadáver y nosotros proseguimos el camino hacia Compostela con una motivación añadida a la nuestra. Ni por un momento se nos ocurrió a mi mujer y a mí durante el resto del Camino echar una ojeada a lo que ocultaba el envoltorio de terciopelo rojo. Una vez llegados a la Catedral, nos atendió un canónigo al que explicamos el último deseo del peregrino mientras le hacíamos entrega del paquete.  El canónigo lo desenvolvió delante de nosotros y vimos que era una piedra preciosa de color azul intenso. El sacerdote nos dedicó una sonrisa de agradecimiento antes de decirnos: 
“Por fin ha vuelto el zafiro del Apóstol. Gracias en nombre del Cabildo. Que Dios se lo premie.”

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