La época del año que
escogimos para hacer el Camino, a mediados de otoño, nos reportó una nueva
ventaja: sólo había en el albergue un peregrino, que a aquellas horas estaba
encamado. De modo que pudimos instalarnos a nuestras anchas y descansar toda la
noche de un tirón. Hasta que al alba nos despertaron unos gemidos cercanos.
Los profería nuestro único compañero de albergue. Nos acercamos a ver qué le
pasaba y descubrimos que tiritaba y tenía fiebre muy alta. Mientras mi mujer
intentaba aliviarle la calentura con un paño húmedo aplicado en su frente, yo
le cogía la mano que previamente me había tendido pidiendo ayuda. Con la voz en
un hilo nos dijo:
“No saben cuánto siento molestarles, pero me veo en las
últimas horas de mi vida y temo que, si no me ayudan ustedes, no podré cumplir la promesa que tengo hecha.”
Tras pronunciar estas palabras, cerró los ojos y cayó en una postración
tan clara que creímos que se había ido para siempre. Pero el peregrino reabrió
los ojos y, sacando de debajo de la ropa un pequeño envoltorio de terciopelo
rojo, me lo entregó diciendo entre pausas agónicas:
“Dentro… hay algo que un
pariente mío robó… el año pasado de la sacristía… de la Catedral de Santiago. Falleció hace
unas semanas… y en su lecho de muerte, sabedor… de que yo iba a realizar… este
viaje, me hizo prometerle… que lo devolvería a su lugar de origen.”
Exhausto,
volvió a cerrar los párpados mientras de sus labios fluía un hilo de saliva
manchada de sangre. Mi mujer se la limpió con todo cuidado y me miró mientras
negaba con la cabeza.
“Parece que el pobre hombre no ha aguantado más”, dijo y
así fue porque ya no tenía pulso.
Avisamos a los encargados del albergue para
que siguieran los trámites pertinentes en estos casos. Una hora más tarde el
Samur se llevaba el cadáver y nosotros proseguimos el camino hacia Compostela
con una motivación añadida a la nuestra. Ni por un momento se nos ocurrió a mi
mujer y a mí durante el resto del Camino echar una ojeada a lo que ocultaba el envoltorio
de terciopelo rojo. Una vez llegados a la Catedral, nos atendió un canónigo al
que explicamos el último deseo del peregrino mientras le hacíamos entrega del
paquete. El canónigo lo desenvolvió delante de nosotros y
vimos que era una piedra preciosa de color azul intenso. El sacerdote nos
dedicó una sonrisa de agradecimiento antes de decirnos:
“Por fin ha vuelto el
zafiro del Apóstol. Gracias en nombre del Cabildo. Que Dios se lo premie.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario