Momento eterno en San Agustín, al lado el blanco
cenotafio piramidal que Canova esculpió a la memoria de María Cristina, cuyo
retrato circunscribe la serpiente del infinito en lo más alto del monumento. A
los pies un ángel se recuesta sobre un león sumiso ante la verdad
incuestionable de la muerte. Suenan las campanas de la iglesia en el interior
del templo en espera de que empiece la misa cantada de Schubert. Son las once
de la mañana. Momento en que los fieles siguen sin hacer diferencias a Dios, el
Arte y la Música.
Celeridad en el transcurso del segundo día en Viena.
Parecía que, junto al Mozart del Burggarten, bajo la luz limpia de la mañana,
nos quedaba todo por delante, y ahora inexorablemente no sólo la emoción vivida
junto a la estatua del músico de Viena forma parte del pasado ya, sino también
la pose a los pies de Goete, la bajada por la escalinata de la Albertina, la
misa de Schubert, los caballos de Viena, el recuerdo de Calderón en lo alto de
Teatro, el lúdico encuentro de ciclistas ante el Ayuntamiento, la Fuente de
Minerva y el Parlamento… Y la comida en Museumsquartier, tras la siesta en el
apartamento, ya la tenemos en los pies, ahora, a las cinco de tarde, se alza
imponente ante nosotros la iglesia de San Carlos, museo de estilos diferentes,
columnas gigantescas, cúpulas, torres, ángeles blancos…, y poco antes, la
modernista estación de metro de Wagner. Formamos parte de este guirigay existencial
de familias enteras solazándose en los céspedes de los jardines que antaño fueron
fosar de muertos, lugar donde se cree que siguen extraviados los restos del
pobre Vivaldi, que se atrevió un día a venir solo a Viena a probar fortuna,
como otro guiri más vestido de formal anonimato.