DOBLE MENTIRA
“Amiga, tú no sabes lo atroz que puede ser la puñalada
de otoño cuando uno está muy solo. Los pensamientos que entonces vienen a
acribillarte acentúan tu soledad y tristeza. Amiga, cuando sé que ignoras que
me encuentro tan solo y que, ajena a mi desdicha, te abandonas en brazos de
otro hombre a la deleitosa batalla del amor, y tus tersas colinas y tus húmedos
valles son explorados por otras manos y el manantial de tu placer estalla en el
éxtasis completo, entonces me veo naufragar en el mar solitario del otoño. Por
eso, amiga de otro hombre, anillo de otro dedo, vaina de otro puñal, cuando
esta misiva haya arribado al umbral de tu casa, yo ya habré besado el lodo
helado del río. Y habrás sido tú quien me ha llevado a ese húmedo y solitario
silencio; tú sola, valiéndote del empujón inexorable del engaño. Recibe, pues,
un viento de luto entre cipreses.”
Y mientras guardaba en la cómplice caverna del sobre
la mentira que acababa de escribir, con labios apresurados recorría la blanca
geografía de otra mujer desnuda.
La fría noche de otoño en la ventana de su dormitorio
frotó su rostro astuto y lluvioso de eterna celestina.
A LA
ESPERA DEL GRAN MOMENTO
Estoy convencido de que todas las personas disponemos
a lo largo de nuestra corta vida, de al menos una ocasión para vislumbrar lo
que nos espera más allá de la muerte. Apenas un segundo, tiempo más que
suficiente, para convencernos de que otro mundo diferente de éste existe más
allá del umbral que separa la vida de la muerte. Es así cómo nuestro deseo
irreprimible de vivir tras nuestra muerte corporal se siente satisfecho,
apaciguado transitoriamente a la espera del Gran Momento. Y doy un paso más
allá en esta convicción: creo que esa ocasión única de que dispondremos para
cerciorarnos de que nuestro espíritu no morirá jamás; esa posibilidad de tiempo
mínimo, apenas un segundo, coincide con una mínima fracción de tiempo también
perteneciente a nuestros sueños de la alta noche. Estemos alerta. Todo es
cuestión de suerte y de …paciente espera.
UN PROGRAMA
PELIGROSO
El héroe vestido de rojo con un escudo amarillo
bordado en la capa voló majestuosamente hacia las azoteas de los rascacielos y
de allí al reino de los pájaros: con la soltura de uno de ellos planeó un
instante bajo las nubes y enseguida desapareció tras ellas.
El niño, extasiado, seguía con la mirada el vuelo del
personaje de la pequeña pantalla, mientras con los brazos extendidos balanceaba
el cuerpo de un lado para otro recorriendo el salón.
La palabra FIN llenó completamente el cuadrado
iluminado del televisor, a la vez que el niño en sus movimientos volátiles
salía al balcón. A los pocos minutos sonó la cerradura de la puerta y el ama de
casa, con una cesta cargada de viandas, entró en el piso.
--Luisito, mamá ya está en casa—gritó--. Ven, hijo,
mira qué te he traído.
Entró en la cocina y dejó la cesta sobre el mármol.
Luego se asomó al salón donde el televisor continuaba encendido y un zumbido
monótono surgía del aparato. “¿Dónde se habrá metido este crío?”, se preguntó a
sí misma la madre, y empezó a recorrer las estancias de la casa en su busca.
Hasta que, al entrar en el cuarto de costura y mirar a la ventana, se le heló
la sangre en las venas. Acababa de descubrir a su hijo subido a la balaustrada
del balcón con los brazos extendidos, balanceando el cuerpo de un lado a otro…
LA RULETA
El jugador introdujo los fajos de billetes en el
bolsillo de su abrigo, miro con una sonrisa de agradecimiento hacia el lugar de
la ruleta en la que acababa de hacerse rico y salió de la casa de juegos. Miró
a lo alto de la noche donde la luna relucía como una gran moneda recién acuñada
y volvió a sonreír agradecido. Su coche esperaba aparcado dos manzanas de casas
más abajo y decidió acercarse a él caminando, dando un paseo de triunfo como si
fuera un general romano que acaba de conseguir una gran victoria. La sonrisa se
le hizo grande en la boca como media corona de laurel. La calle estaba
desierta. De repente a su espalda sonaron unos pasos. Ni se inmutó. “Otro
paseante solitario como yo”, pensó; “pero indudablemente sin la misma suerte
que yo”. Y se detuvo ante un escaparate a observar los artículos allí
expuestos. Los pasos anteriores se pararon al llegar a su altura.
--¿Tiene fuego?—oyó que le preguntaba el recién
llegado.
Sacó su encendedor para atender el favor solicitado y,
a la luz de la llama, vio un rostro desconocido y a los pocos segundos
encenderse el extremo del cigarrillo colocado en su boca.
--Muchas gracias—dijo el fumador echándose a andar un
par de metros delante de él. Y enseguida se giró sobre sí mismo para apuntarle
con una pistola tan pequeña que hubiera podido pasar por un juguete de crío--.
Sé que lleva los bolsillos de su abrigo llenos de billetes. Sea buen chico y
déme el dinero sin hacer ninguna tontería; en caso contrario, este chisme se
encargará de enviarle al otro barrio.
Jamás antes se había visto en un trance así. Era de
película. Y se envalentonó de tal modo que no estaba dispuesto a dejarse robar
tan fácilmente y a volver sin más a la humillante condición de indigente en la
que hasta hacía poco había malvivido. Así que hizo ver al atracador que
aceptaba su consejo de darle el dinero y, antes de que tuviera tiempo de
apretar el gatillo, le propinó con el canto de la mano un golpe terrible y
justo en el cuello. El individuo cayó como un fardo al suelo. El jugador,
sorprendido de su propia eficacia, se agachó junto al caído y, tras comprobar
que había muerto, le quitó la pistola de la mano y la arrojó al interior de un
contenedor cercano, mientras una idea morbosa cruzaba su mente.
Minutos más tarde volvía sobre sus pasos, entraba de
nuevo en el casino y apostaba todo el dinero a un solo número. Y mientras
giraba la ruleta de la suerte, la idea de haberse convertido además en un
asesino ocasional giraba y giraba en el redondel de su cerebro.
EL RAMITO DE ROMERO
El desterrado, momentos antes de dejar su tierra,
recogió del monte un ramito de romero como único recuerdo de su vida en ella.
Recorrió distintos y lejanos lugares del mundo y vivió andanzas y aventuras sin
cuento; unas buenas y otras malas. Y cada noche, antes de entregarse al sueño,
acordándose de su tierra, triste y nostálgico, le daba un beso a su ramito de
romero. Hasta que un día, de viaje en alta mar, un fuerte huracán levantó olas
tan enormes que engulleron el barco donde viajaba. Al cabo de unos días un
pescador encontró sobre la arena de la playa de su isla un muerto; en una de
sus crispadas manos retenía un ramito de romero.
ESO ES IMAGINARSE DEMASIADO
Imagina que un día de pronto te despiertas, te
destierras del lecho, te pones la camisa y avanzas hacia el agua para lavar tu
risa, para lavar las sombras de tus manos abiertas. Imagina que luego desayunas
deprisa, recoges tus papeles, abandonas las puertas que te son familiares, como
el miedo o la brisa, y te pierdes despacio por las calles desiertas. Imagina
que vuelves con la sangre cansada cuando el día se muere a tu amable morada, y
durmiendo descubres que eres polvo y olvido. Imagina asimismo que tampoco te
has muerto, que todo lo has soñado, y
que entonces, despierto, consideras la vida como un río vivido.”
EL PRIMER OTOÑO DE BÉCQUER EN MADRID
Cuando Bécquer llegó a Madrid era otoño. Caían de los
árboles hojas muertas como años, como ilusiones.
En un cuarto oscuro y pequeño de la calle de
Hortaleza, el poeta descansa. Seis reales diarios le cuesta este silencio de
pobreza, esta luz hipotecada, este cubo de cinc donde lava sus inquietudes para
convertirlas en sueños. Madrid es una montaña lírica inexpugnable para Bécquer.
Las Rimas, como piedras de Sísifo, rodarán cuesta abajo como impotentes
lágrimas. Y el poeta no encontrará un cadáver, como encontró Zorrilla, a quien
cantar con sus versos de campanas. Su corazón, alimentado por la niebla, en
vano soñará entre dos pulmones deshechos por la tisis.
Poco más que eso será Madrid para Bécquer, que viajó
con un arca de ilusiones desde su dorado y arcádico Betis. El dolorido sentir
de su retardado romanticismo, sus perdidas Ofelias y sus dibujados sepultureros
se quedaron sin papel junto a la frágil orilla del caudaloso río de sus
proyectos, junto a húmedos claustros y entre mellados dientes de castillos.
En vetustas ciudades como Soria o Toledo perseguirá
infatigable la fama y la gloria que devendrán rayo de luna o mano etérea que
pulsa los misterios musicales de una ojiva.
Sólo la paz de una estatua yacente de mujer,
semialumbrada por la indecisa luz de una vela, le acercará sin miedo hasta el
umbral de su anhelada muerte.
El camino vital de Bécquer estuvo siempre roto, fue
siempre un otoño, como aquel primer otoño en que llegó a Madrid.
COMO LA MADERA
El árbol poderoso, el callado señor del bosque enseña
al hombre a cobijar al hombre como él lo hace con los pájaros, señores del
aire. Enseña el destino de la lucha sin fatiga y el de la perseverante
constancia, pues sabe salir valiente de los terribles combates con el viento, y
crecer paulatina, incesantemente en altura y grosor. Enseña a obtener la
sabiduría con la paciencia y dedicación
que llevan a cabo sus raíces respecto a los acuíferos y los ricos minerales
subterráneos. Por ellos debemos darle las gracias por regalarnos la cuna que
meció nuestros cuerpos durante los primeros tiempos de nuestra existencia. Por
donarnos los mangos de las herramientas que hacen más llevaderos nuestras
faenas. Por darnos las escaleras que permiten el acceso a nuestras viviendas.
Por las puertas y ventanas que velan nuestras intimidades. Por las sillas que
alivian nuestro cansancio. Por las mesas en que nos alimentamos. Por el armario
que conserva ordenada la ropa que nos viste. Por los marcos que encuadran las
fotografías de nuestros seres queridos. Por la leña que calienta nuestros
crudos inviernos. Por la cama en que convalecemos de nuestras enfermedades y
alimentamos nuestros sueños. Debemos finalmente darle las gracias por
regalarnos este lápiz con que consignamos nuestro agradecimiento y también por
el ataúd que un día acogerá nuestros pobres restos mortales.
UN RAMO DE ROSAS ROJAS
El viejo sepulturero del Memorial Park Cementery todas
las noches rodea la colina, fuma un cigarrillo y observa una zona determinada
del camposanto. Y durante cuatro noches seguidas lleva viendo una luz azul que
sale de la tumba sobre la que, misteriosamente, tres veces por semana, alguien
deposita un ramo de rosas rojas.
Esta noche el viejo sepulturero del Memorial Park
Cementery tiene ya encendido el cigarrillo y aspira el humo profundamente
mientras clava su mirada en la tumba de la luz azul y las rosas rojas. De
repente el humo tragado se le atraganta en el cuello antes de expulsarlo y tose
violentamente. En breves instantes la luz azul se mueve hasta adoptar la forma
esbelta de una mujer. Asombrado, a la vez que una curiosidad imparable nace en
su mente, el viejo sepulturero echa a correr hacia la tumba, a la velocidad que
le permiten sus viejas y cansadas piernas, para averiguar el origen de aquel
fenómeno.
Pero cuando llega a la sepultura, la luz azul con
forma de mujer ha desaparecido. Sobre la tierra que hay al pie aún quedan
restos de luz azul recorriendo las letras de esta frase: “Yo no me suicidé.”
El viejo sepulturero asiente en silencio mientras lee
la inscripción de la lápida: MARILYN MONROE
1926-1962.
JARCHA
Un canto primigenio comenzó a sonar un día en una
calle de cualquier población cristiana en territorio árabe. En el canto una
mujer enamorada expresaba el dolor que el desamor le causaba; esa mujer de
sentimiento dolido se quejaba en su canto de la separación a la que le
condenaba su amado.
A veces el canto hablaba de un corazón que se iba
detrás del ser querido; era un canto que hablaba del habib, del amigo
desdeñoso; un canto que hablaba de unos ojos, que antes eran alegres, ahora de
tanto llorar a causa del desamor, se han vuelto tristes.
Y entonces con ese canto el sonido melancólico del
idioma melancólico, recién nacido, flotaba en el viento con el olor de la
albahaca y el geranio que en macetas coloreadas adornaban los alféizares de las
ventanas y los muros encalados.
Y eso ocurrió en el territorio árabe de Córdoba, de
Sevilla, de Granada. En el canto una cristiana enamorada expresaba
dolientemente su infortunio amoroso. Y fue tan irresistible el impacto que
causaron tanto la letra como la melodía de esos cantos, que los poetas árabes
los incluyeron en sus propios poemas aljamiados del mismo modo como se engarzan
las lujosas esmeraldas y las sortijas de oro para enriquecerlas aún más.
Así, el primer latido castellano se resolvió en
llanto, en tristísimo queja, y la causa fue el amor, el sentimiento más
ennoblecedor y humano de cuantos existen en el mundo. Este primer vagido
castellano, resuelto en canto triste de amor, recibió el nombre de JARCHA.