viernes, 30 de enero de 2015

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Una novela de Ana María Matute




Hace algún tiempo recordaba en otro lugar a la escritora barcelonesa Ana María Matute, recientemente fallecida. Y hoy, reparando en una de sus mejores novelas, Primera memoria (Premio Nadal de 1959), descubro que en la primera página en blanco del libro aparece la firma de la escritora (sus M mayúsculas inconfundibles traducidas por el III número romano) dedicándome el libro un 3 de mayo de 1984. Treinta años ya. Recuerdo que el ejemplar, editado por Orbis en 1982, me llegó a través de su sobrino David Matute, que a la sazón era alumno mío en el Colegio Privado del Vallés donde yo enseñaba Lengua y Literatura. Ya he dicho otras veces lo que la novela significó para mí. Hoy me limitaré a hablar del poema que escribí a lápiz en la página que me deja prácticamente en blanco la cuarta y última parte de la novela titulada curiosamente El gallo blanco. Ahí le escribí a la novelista un poema que tenía que ver con el viejo Jorge, Jorge de Son Major, personaje que adquiere relieve en Las hogueras, tercera parte de la novela de la que vengo hablando. Poema que más tarde le enviaría en limpio y dándole las gracias por el placer y la emoción que me había causado la lectura de Primera memoria:
“¡Qué razón tiene usted, querida amiga,
cuando le hace decir al viejo Jorge
que jamás al morir recordaremos
ni momentos felices ni aventuras!
¡Qué razón tiene usted, querida amiga,
cuando le hace decir al viejo Jorge
que al morir sólo habrá en nuestro recuerdo
una tarde de vino y frescas rosas!
He cerrado su libro y, al hacerlo,
la puerta de la infancia he franqueado
de la mano de Matia y su diamante.
Gracias por haberme recordado
que en la vida del hombre sólo vale
la caricia de las cosas pequeñas
que en la infancia nos hicieron felices.

martes, 27 de enero de 2015

CANTO DE INVIERNO (1)







Para iniciar el canto

Si yo ya no escribiera
y si me conformara con mirarte
y soñar en tus labios la palabra
que no necesita escribirse
porque la estás pronunciando siempre
aunque yo no la oiga,
porque la veo navegar en el espacio
donde las olas callan en el mar de tus ojos
que me mecen sereno
como si fuera un niño,
en el espacio que separan mis labios de los tuyos,
mi voz de tu silencio…

Pero no me conformo con mirarte,
con soñar la palabra que nace de tu alma
para anidar en la mía,
para escribir el canto del amor más grandioso,
el canto de la paz blanca en la tierra.

Déjame al menos que te diga ahora
que sigo siendo el niño que tú acunas
con las olas calladas de tus ojos.
No será un verso de esos que se escriben
con oro sobre el mármol,
pero es amor tranquilo, paz doméstica.

miércoles, 21 de enero de 2015

NARRACIONES INTEMPORALES (3)



El fantasma de la calle Diputación


Lo primero que llamó mi atención al ver el piso de la calle Diputación unos días antes de que formalizáramos su compra, fue el altillo situado encima del cuarto de baño principal. Inmediatamente una pregunta me vino a la cabeza: ¿Qué función habría ejercido en otro tiempo aquel curioso altillo? Pensaba preguntárselo al dueño, un hombre mayor y achacoso, el día en que firmáramos la escritura, pero por unas cosas y otras y la principal de todas, la emoción del momento, olvidé hacerlo.
Para entonces ya habíamos averiguado algunos detalles relacionados con la finca; por ejemplo, que databa, lo mismo que las demás de la manzana, de 1936, en plena guerra incivil, y eso ya era interesante, dado que, dejando aparte el morbo de la contienda, los adornos modernistas de la fachada, junto con los capiteles jónicos del portal y el esgrafiado de la escalera le conferían al piso un significado especial.
Una vez que hubimos acabado las reformas del piso, centradas principalmente en la ampliación de la galería haciendo desaparecer el lavabo pequeño, situado enfrente del cuarto de baño, y acondicionado el altillo para que sirviera al menos de almacén y desahogo, nos dispusimos a pasar la primera noche en el piso. Sea por los habituales nervios de los plazos y ejecución de las reformas, el traslado de muebles o simplemente por extrañar la cama, que para estas cosas suelo ser muy sensible, el caso es que a eso de la medianoche me desperté sin motivo aparente alguno y aproveché la circunstancia para ir al cuarto de baño a aligerar la vejiga. Y al abrir la puerta, me pareció oír un ruido suave que provenía del techo, como si una cosa, mal arrimada a alguna de las paredes del altillo, se hubiera deslizado hasta rozar el suelo. Satisfecha la necesidad fisiológica, regresé a la cama sin prestar más atención al ruidicillo en cuestión.
Pasaron algunos días y un fin de semana que volvimos al piso de la calle Diputación, volví a escuchar desde la cama el mismo ruido del altillo, esta vez más claro y prolongado. Mi mujer que en ese momento se rebullía a mi lado, me dijo:
--¿Tú también lo has oído?
Al día siguiente, dispuesto a averiguar el origen del ruido, subí al altillo y comprobé, tal como esperaba, que todo estaba en su sitio. Así que, creyendo que acaso los ratones se habían colado por algún agujero que no habíamos descubierto y por las noches deambulaban por allí en busca de algo que llevarse a la boca, compré en la ferretería más cercana una trampa para ratones. La cebé con un trozo de queso y la coloqué entre el colchón y las latas de pintura que nos había sobrado del pintado del piso.
Recuerdo que esa noche había luna llena y su blanca luz iluminaba la galería, donde estaban situados el cuarto de baño y el altillo, como si fuese de día cuando nos fuimos a acostar mi mujer y yo. Hacía mucho calor y habíamos dejado entreabiertas las altas hojas de la puerta del dormitorio para que corriera un poco de aire. Yo no podía dormir y llevaba un tiempo dando vueltas buscando la mejor manera para conciliar el sueño, ante el consiguiente y lógico enfado de mi compañera que, con tanto movimiento de mi cuerpo, tampoco lograba dormirse. Y de repente, oímos el ruido, pero esta vez acompañado de un gemido lastimero como de niño, y enseguida, sin darnos tiempo a reaccionar, vimos pasar por delante del hueco que dejaban las hojas entreabiertas de la puerta una sombra veloz hacia el lugar opuesto de la galería, ahora ocupado por un mueble medio librería medio escritorio y que originalmente ocupaba el pequeño lavabo que hicimos derribar.
Aterrorizados, mi mujer y yo nos abrazamos fuertemente y así permanecimos durante unos minutos hasta que la calma se restableció en el piso y en nuestros corazones, que se habían visto atacados por sendas taquicardias. Pasamos mal que bien el resto de la noche y, nada más llegar el día, recogimos nuestras cosas y volvimos a casa, si bien en la primera ocasión puse al corriente a nuestro hijo, que era el verdadero propietario del inmueble, de lo que acabábamos de vivir en él. Se rió cuando se lo acabé de contar por teléfono. Me dijo por todo comentario:
--Tú y tus historias de fantasmas, papá. No cambiarás nunca.
No volvimos al piso de la calle Diputación hasta mediados de agosto, justo cuando nuestro hijo cogió las vacaciones para venir a pasar unos días en él. Y una tarde que volvíamos los tres del MNAC de contemplar una exposición de pintura itinerante nos encontramos en el portal, dispuesto a coger el ascensor, al antiguo dueño del piso, al que encontré más viejo que nunca, encorvado y apoyando todo el peso de su cuerpo en un bastón. Sin embargo, nos reconoció al instante. Nos saludó muy amablemente y, esbozando una sonrisa, nos preguntó cómo nos iba con el piso. Y aproveché la ocasión para preguntarle por el altillo. Al punto noté un golpecito de mi hijo en el costado, como pidiéndome que lo dejara estar. Y, en contra de mi voluntad, le obedecí. Pero antes de que saliéramos del ascensor, el anciano me miró comprensivamente y me dijo:
--Suelo comer cuando vengo a la finca en el O’Campo. Si quiere que hablemos del altillo acérquese a las dos. Tomaremos el vermut y le diré lo que quiere saber. 
Y allí estaba yo, a la hora convenida, tomando el vermut con el anciano, que me decía:
--Supongo que querrá conocer la historia del fantasma de la calle Diputación que corre por ahí. Sin embargo, puedo asegurarle que se ha ido falseando a medida que ha ido pasando de boca en boca. Puede que mi versión no le interese demasiado, pero le adelanto que es de primera mano. Quiero decir que yo viví de niño, con siete u ocho años, lo que pasó en el piso que ahora es de ustedes, y conocí en vida a la niña que sufrió personalmente los horrores del bombardeo de Barcelona de 1938.
Tomó un respiro mientras que yo no sabía qué decir. Sonrió y se llevó una aceituna a los labios; luego le dio un sorbo al Martini con hielo y continuó:
--Esa niña era mi prima, había nacido en un pueblo de Castilla y pasaba unos días con nosotros después de que su padre, el tío Antonio, hubiese sido represaliado en la cárcel de León por defender las ideas de la República. Rebeca, así se llamaba mi prima, se pasaba las noches llorando; se levantaba del colchón que ocupaba en un ángulo del comedor y se refugiaba en el pequeño lavabo del extremo de la galería para que no la oyéramos llorar los demás. Recuerdo que mi madre, hermana del tío Antonio, me pedía constantemente que intentara distraerla con cualquier cosa para que olvidara lo que le había pasado a su padre. Pero nada de lo que yo le dijera o hiciera lograba sacarla de la gran tristeza en que vivía. Y eso que todavía no había llegado el peor momento de su vida.
Lo miré con atención.
--Sí, aún faltaba por llegar el momento más terrible de la desgraciada existencia de mi prima Rebeca. Una noche de marzo empezaron a sonar las alarmas en el Ensanche. Los aviones de los fascistas bombardeaban indiscriminadamente varios barrios de Barcelona. Mis padres nos levantaron a todos y, con lo puesto, bajamos a la calle en busca del refugio de la calle Vilamarí. Y ya bajo cubierto, las bombas comenzaron a sonar, unas más lejos y otras tan cerca que al explotar hacían vibrar los muros de cemento armado de nuestro refugio. Yo me tapaba los oídos con las manos y cerraba los ojos para mantener al miedo fuera de mí. Y fue al abrirlos, una vez vuelto el silencio, cuando noté que Rebeca no estaba con nosotros. Luis, mi hermano mayor, también lo había notado y, tras mirarnos con el terror pintado en las caras, se lo dijimos a nuestros padres. Es imposible explicar con acierto la expresión de sus ojos cuando descubrieron que, por las prisas de la huida, no se habían acordado de recoger a Rebeca. Locos de angustia abandonamos los cuatro el refugio lo más pronto que pudimos para subir al piso y poder comprobar que a la niña no le había pasado nada. Pero en cuanto atravesamos la calle, recibimos el primer sobresalto de boca de un vecino cuando nos dijo que una bomba había caído en el patio de luces de la finca causando muchos daños.
El anciano volvió a tomar aire. Yo seguía pasmado y sin abrir la boca por la impresión que me estaba causando su relato. Con decir que no había tocado ni siquiera mi vaso de vermut lo digo todo. El hombre comió otra aceituna y la acompañó con un buen trago de Martini. Luego chascó la lengua y dijo con voz entrecortada por la emoción, que, por primera vez, noté que sentía:
--Ya acabo. La bomba o las bombas caídas en el patio de luces habían hecho más daño de lo que el vecino nos acababa de decir pues nada más abrir la puerta de nuestro piso nos vimos envueltos por una oleada de humo y polvo. Mi madre, presa del pánico, empezó a gritar el nombre de mi prima. Pero la niña no respondía a sus gritos. Mi padre intentaba calmar a mi madre diciéndole que Rebeca estaría escondida en algún rincón, asustada, eso sí, pero viva y esperando nuestra llegada. Y atravesó la espesa capa de humo y polvo que le separaba de la galería. Nosotros le seguimos como autómatas, yo medio escondido tras mi hermano Luis. Pero sólo dimos unos pasos. Mi padre apareció portando en sus brazos el cuerpo muerto de Rebeca, manchado de sangre y yeso. Parte del lavabo pequeño, adonde sin duda había acudido la niña como cada noche para que no la oyéramos llorar, se había derrumbado, a efectos de una bomba, sobre el cuerpo de mi pobre prima, causándole la muerte en el acto. La presencia de su fantasma empezó a dejarse ver en la galería a partir de un mes de haberla enterrado.
--Y aún sigue viéndose.
--Posiblemente. El alma de la niña no descansará nunca.
Se enjugó una lágrima y dio por terminado su relato. Entonces tímidamente añadí:
--Pero ¿y el altillo? ¿Los ruidos y los gemidos infantiles?
--Ah, sí, claro, el altillo. Todo tiene su explicación. Ahí guardamos durante un tiempo el colchón que le sirvió de cama a Rebeca mientras estuvo con nosotros.
Más tarde, cuando le conté a mi hijo el relato del anciano, sonrió mientras me decía:
--¿No querías una historia de fantasmas? Pues ya la tienes, papá. Ahora sólo te falta escribirla. Pero, por favor, sitúala en otro piso, no en el mío, ¡eh!, que me da repelús.

lunes, 19 de enero de 2015

SIGNIFICADO DE LOS NOMBRES DE PILA (1)

Comienzo hoy una relación de nombres de personas, algunos poco conocidos, acompañados de sus respectivos significados procedentes de lenguas diferentes (griego, hebreo, vasco, latín...):





ADORACIÓN   Amor profundo
ALBERTO  Brillante por su nobleza
ALEJANDRO El que rechaza al enemigo
AMBROSIO  Inmortal
ANA Gracia Compasión
ÁNGEL  Mensajero
ANTONIA  Digna de alabanza  Inestimable
ATANASIA  Inmortal
ÁUREA  De oro
AURELIO   De color de oro
CALIXTO   Bellísimo
CARMEN  Canto Poema
CECILIO    Ciego
CLAUDIO  El cojo
CONCEPCIÓN  Tomar junto a alguien
DOLORES   Sufrir
EDIPO     De pies hinchados
ENCARNA  Dentro de la carne
ESTRABÓN  Bizco
ESAÚ       Velloso
ESTEBAN  Coronado de laurel   Victorioso
EUSEBIO   Muy piadoso

 

FABRICIANO  Herrero
FACUNDO    Elocuente  Verboso
FÉLIX  (lo mismo que FAUSTINO)   Feliz  Dicha 
FILIPO   (lo mismo que FELIPE)  Amante de los caballos
FORTUNATO  Favorecido por la suerte
FRANCISCO  Francés
FROILÁN    Señorito
FULGENCIO  Reluciente
JAVIER   Casa nueva
JESÚS   Yahveh es salvación
JUAN   Yahveh se ha compadecido
LÁZARO  Dios socorre
LISARDO  Liberador de esclavos
LUCÍA  Que porta luz
MARÍA   Excelsa    Eminente
MARIO     Hombre de mar
MARTÍN   Consagrado al dios Marte   Guerrero
MATILDE  Guerrero fuerte
MIGUEL   ¿Quién como Dios?
MILAGROS   (lo mismo que VISITACIÓN) Emotividad    Amabilidad
NOÉ   Descanso
ONÉSIMO    Útil
PRAXITELES   De fines prácticos
POLIBIO   De larga vida
POLICARPO   De abundante fruto
POLIFEMO   De quien se habla mucho
PROBO   Bueno
PRÓCULO  El que nace mientras su padre está lejos
REMIGIO    Que navega



RODOLFO  Lobo de fama
RUFINO  (lo mismo que MELANDRO y MAURICIO) Negro
SALOMÓN   Pacífico
SANTIAGO  Que suplanta
SATURNINO  Silencioso
SIMEÓN  El que obedece
SINFOROSO  Lleno de desgracias
SISENANDO  Audaz en pleitear
TORCUATO  El que sepulta
VENANCIO  Cazador


 

sábado, 17 de enero de 2015

ESTRENANDO EL INVIERNO EN BARCELONA (1)


 


Cada vez que bajo a Barcelona,
aunque mejor debería decir SUBO,
torno a viajar hacia el pasado,
un pasado que es joven y moderno,
menos las arrugas de las manos
y los sueños cansados en los ojos
de quien me está mirando.


Mientras oigo a Debussy, el mar golpea
en los blanquinegros cantiles del piano,
cantiles que me devuelven
al cielo que a veces sueño
cuando olvido mi presente.
Las teclan son las olas
y las manos femeninas que las pulsan,
gaviotas que sostienen de milagro
su vuelo junto al beso de la espuma.
Mientras oigo a Debussy, veo el paisaje,
lo veo y la veo a ella,
a la mujer que comparte mi silencio
y me lleva a su lado, siempre me lleva.


-¿Adónde vas con el corazón
bajo el brazo?
-Hay mucho odio en el mundo;
voy a sembrarlo
para ver si así mejora
y se hace humano.
-Vuelve a dejarlo en tu pecho:
vas a necesitarlo.
Anda Pandora muy suelta.
Regresan tiempos amargos.

Tiene de todo este patio.
Por tener, un molinillo
que por el viento anda loco.
Y un gato que se aprovecha
de los rincones más altos
donde se arrebuja el sol
como si fuera otro gato.
Y una pareja de mirlos
que trinan enamorados
entre las ramas de un tilo.
                                           12-14 de enero de 2015




viernes, 16 de enero de 2015

NARRACIONES INTEMPORALES (2)





 


Fenómeno en la celda

Hace ahora un año, en verano por estas fechas, mientras trabajaba sobre el tema de mi tesis doctoral, me surgieron unas serias dudas que no supe aclarar por mucho que consulté aquí y allá en la bibliografía existente sobre él. Entonces me acordé de mi amigo el padre Bermúdez, que en otras ocasiones me había sacado de más de un apuro. Le escribí un correo electrónico exponiéndole mis dudas y me contestó el mismo día diciéndome que, pese a su avanzada edad y maltrecha salud, me esperaba con impaciencia y con ilusión en su abadía; añadía que allí podría yo, además de pasar unos días tranquilos a la vista de Sierra Nevada, consultar a mis anchas los libros que la magnífica biblioteca tiene sobre el tema de mi tesis doctoral. No lo pensé dos veces. El verano, agotador en todas partes, acaso podía ser más llevadero cerca de la sierra granadina y envuelto por la soledad y el silencio del claustro. Así que al día siguiente, animado en parte por esa esperanza y por abrazar a mi viejo maestro y amigo y, sobre todo, por la posibilidad de superar el escollo surgido en mi investigación, cogí el coche, un pequeño equipaje y mi ordenador de trabajo y partí hacia Granada poco antes de que saliera el sol. Me detuve en un área de servicio cercano a Madrid para comer y beber alguna cosa y, sobre todo, para recuperar frescura y reflejos.
El asunto del viaje en sí, dado que soy un mal conductor, me lo había tomado con calma; de modo que, cuando divisé desde la carretera el cenobio de mi amigo, el sol empezaba a declinar. Me abrió la puerta un fraile que estaba al tanto de mi presunta llegada y, tras cambiar unas palabras de bienvenida conmigo, me condujo a la celda que sería mi habitación durante aquellos días de mi estancia en el convento. Mientras dejaba mis cosas sobre el lecho, reparé en una pila de libros que había allí. El fraile, adivinando mis palabras, me dijo:
--El padre Bermúdez me pidió que se los trajera.
--Gracias. ¿Cómo está?
--Un poco mejor que días atrás. Pero su debilidad no le permite hacer grandes excesos. ¿Bajará a cenar?
--No, prefiero echar una ojeada a los libros y descansar del viaje.
--Hasta mañana entonces.
Y se fue.
Al quedarme a solas, me fijé en el Crucificado que había en la cabecera de la cama y le pedí silenciosamente que cuidara del padre Bermúdez. Estaba rendido. Me tendí sobre el lecho y abrí uno de aquellos libros. Pero me quedé dormido antes de enterarme de nada de su contenido. Con los primeros rayos del día desperté en la misma posición en que me había quedado la tarde anterior antes de dormirme: vestido completamente y con el libro a un lado. Me aseé y bajé al refectorio para desayunar. Estaba desierto. A aquellas horas ya debían de estar los frailes entregados a sus diarias misiones. El monje que me había atendido la víspera salió de un rincón portando una bandeja con alimentos.
--Buenos días. Supuse que se levantaría tarde y le he preparado unas cosas.
--Gracias. Es usted muy amable.
--No me dé las gracias a mí. Déselas al padre Bermúdez, que ha sido quien me lo ha recordado esta madrugada.
--¿Cómo se encuentra?
--Igual—contestó mientras me entregaba la bandeja.
--¿Puedo verlo?
--Se me olvidaba. Me ha dicho que pasará hoy por su celda a cambiar al menos unas palabras con usted.
--¿Le ha dicho cuándo?
--No. Pero me imagino que lo hará cuando el médico que lo atiende y no se separa de su lado ni un momento se marche del monasterio. Y eso siempre sucede, desde hace días, por la tarde cuando el sol empieza a descender. Otra cosa. Si quiere trabajar en la biblioteca, puede hacerlo. Sólo tiene que pedirme la llave.
--No. De momento lo haré en mi celda. Ahí tengo cuanto necesito. De todos modos, gracias.
--Que le siente bien el desayuno.
Y desapareció. Escogí un lugar bien iluminado y me senté a devorar lo que me esperaba en la bandeja.
Después de desayunar, salí al claustro y me di una vuelta por él. Unos cuantos frailes cuidaban del jardín. Sólo sonaban en el silencio de la mañana los golpes de sus azadas en la tierra y el chorro de la fuente que se alzaba en el centro del claustro, justo en la intercesión de los paseos que morían y nacían en sus cuatro ángulos.
--Aquí todo el mundo tiene que trabajar—me dije y subí a mi celda.
Allí estuve ojeando detenidamente los libros que había escogido de la biblioteca para mí el padre Bermúdez. Todos ellos contenían ideas que tenían que ver con mi tesis doctoral, especialmente el titulado Forma y sentido de la estética liberal, en uno de cuyos capítulos aclaraba perfectamente las dudas que habían paralizado toda mi investigación. A partir de ahí mis dedos volaban sobre el teclado del ordenador y la pantalla se iba llenando de nuevas afirmaciones, argumentos, consecuencias, condiciones… El trabajo había recuperado su ritmo; por fin el anticlericalismo de Galdós, principal idea de mi tesis doctoral, caminaba seguro y sin escollos hacia el capítulo de las conclusiones generales.
Iba a cerrar el libro para colocarlo encima de los otros, cuando descubrí que del cuerpo de uno ellos sobresalía ligeramente la esquina blanca de un papel. Tiré de él y ante mis asombrados ojos quedó una breve nota firmada de puño y letra de mi maestro. Decía así:
“Querido amigo: Me he tomado la libertad, Dios y mis superiores quieran perdonarme por tal atrevimiento, de escoger para ti estos libros relacionados con el tema que has tenido a bien elegir para tu tesis doctoral y que con toda seguridad aclararán esas dudas que me formulabas en tu correo electrónico. La sola idea de ojear su contenido claramente anticlerical y, por ende, atentatorio contra la religión católica, me acarrea serios escrúpulos de conciencia. Aún así, no podía dejar de ayudar a un amigo al que aprecio como al hermano menor que nunca tuve. Que te sean de provecho aunque a mí puedan servirme de perjuicio y reprobación, si no de algo peor. Espero verte pronto y abrazarte. Sebastián Bermúdez.”
Durante un buen rato estuve dándole vueltas a las palabras de mi amigo. Finalmente, volví a la redacción de mi texto y en el apartado de los agradecimientos, coloqué en primer lugar, por delante de mi director de tesis, el nombre de fray Sebastián Bermúdez. Luego pasé a las siguientes páginas, pertenecientes a la Introducción, e hice algunas correcciones.
Y a eso de las siete de la tarde, lo sé porque instintivamente consulté mi reloj de muñeca, algo me hizo separar la vista de la pantalla del ordenador. No sé explicar qué fue, si un leve ruido de pasos o un bisbiseo de voces a mis espaldas o simplemente un ligero temblor de la luz externa que entraba por la ventana o la de la lámpara del escritorio. El indefinido fenómeno sólo duró unos segundos, pero fueron lo suficientemente intensos para que todo mi cuerpo se estremeciera de arriba abajo. Respiré profundamente un par de veces y luego me noté algo más tranquilo. Seguí trabajando hasta las nueve y, notando mis ojos fatigados y la nuca dolorida, apagué el ordenador. Acto seguido abandoné la celda con la intención de dar un paseo por el claustro. Por el silencio y la soledad que se respiraba deduje lo fácil que debía de ser a los frailes hablar allí con Dios.  Aun así, el silencio me pareció más intenso que otras veces. En el cielo una nube tapaba a medias la luna y los rosales del jardín exhalaban una extraña fragancia, como si de pronto el perfume se hubiera vuelto tangible. Volví al interior del monasterio con una sensación extraña en el cuerpo. Subí la escalera y enfilé el pasillo donde se encontraba mi celda. Entonces descubrí al fraile servicial que venía a mi encuentro con una palmatoria encendida. Traía el semblante triste y a la luz de la llama de la palmatoria que llevaba descubrí lágrimas en sus ojos.
--Usted se llevaba bien con él, ¿verdad?—me dijo extendiéndome la mano de la lamparilla.
--¿Con quién?—pregunté asustado mientras el corazón empezaba a latirme en las sienes y a golpear con fuerza en mis costillas.
--¿No lo sabe? El padre Bermúdez ha muerto.
Me apoyé en la pared encalada para no caer al suelo. Con un hilo de voz le pregunté, sospechando que ya lo sabía, cuándo había muerto.
--Hace dos horas; a las siete de la tarde. El médico lo vio agitarse unos segundos antes de quedarse dormido en la paz del Señor. He venido hace un rato a decírselo, pero usted no estaba. ¿Sería tan amable de dejar esta palmatoria encendida en su celda toda la noche? Toda la comunidad va a hacer lo mismo en recuerdo del padre Bermúdez.
--Por supuesto—cogí la lamparilla--. ¿Puedo hacer algo más?
--Si quiere acompañarnos un rato en la capilla; estaremos rezando por su alma hasta el amanecer.
Dije que sí con la cabeza porque un nudo en la garganta me impidió pronunciar palabra. Y bajé a la iglesia aquella noche a rezar por el alma de mi viejo maestro y amigo el padre Bermúdez.
De eso ha pasado un año. Mi tesis doctoral lleva un mes felizmente publicada. Se la dedico al padre Sebastián Bermúdez con todo mi agradecimiento. Dios lo tenga en su gloria; yo lo tengo siempre en mi recuerdo.