El fantasma de
la calle Diputación
Lo primero que llamó mi atención al ver el piso de la
calle Diputación unos días antes de que formalizáramos su compra, fue el
altillo situado encima del cuarto de baño principal. Inmediatamente una
pregunta me vino a la cabeza: ¿Qué función habría ejercido en otro tiempo aquel
curioso altillo? Pensaba preguntárselo al dueño, un hombre mayor y achacoso, el
día en que firmáramos la escritura, pero por unas cosas y otras y la principal
de todas, la emoción del momento, olvidé hacerlo.
Para entonces ya habíamos averiguado algunos detalles
relacionados con la finca; por ejemplo, que databa, lo mismo que las demás de
la manzana, de 1936, en plena guerra incivil, y eso ya era interesante, dado
que, dejando aparte el morbo de la contienda, los adornos modernistas de la
fachada, junto con los capiteles jónicos del portal y el esgrafiado de la
escalera le conferían al piso un significado especial.
Una vez que hubimos acabado las reformas del piso,
centradas principalmente en la ampliación de la galería haciendo desaparecer el
lavabo pequeño, situado enfrente del cuarto de baño, y acondicionado el altillo
para que sirviera al menos de almacén y desahogo, nos dispusimos a pasar la
primera noche en el piso. Sea por los habituales nervios de los plazos y
ejecución de las reformas, el traslado de muebles o simplemente por extrañar la
cama, que para estas cosas suelo ser muy sensible, el caso es que a eso de la
medianoche me desperté sin motivo aparente alguno y aproveché la circunstancia
para ir al cuarto de baño a aligerar la vejiga. Y al abrir la puerta, me
pareció oír un ruido suave que provenía del techo, como si una cosa, mal arrimada
a alguna de las paredes del altillo, se hubiera deslizado hasta rozar el suelo.
Satisfecha la necesidad fisiológica, regresé a la cama sin prestar más atención
al ruidicillo en cuestión.
Pasaron algunos días y un fin de semana que volvimos
al piso de la calle Diputación, volví a escuchar desde la cama el mismo ruido
del altillo, esta vez más claro y prolongado. Mi mujer que en ese momento se
rebullía a mi lado, me dijo:
--¿Tú también lo has oído?
Al día siguiente, dispuesto a averiguar el origen del
ruido, subí al altillo y comprobé, tal como esperaba, que todo estaba en su
sitio. Así que, creyendo que acaso los ratones se habían colado por algún
agujero que no habíamos descubierto y por las noches deambulaban por allí en
busca de algo que llevarse a la boca, compré en la ferretería más cercana una
trampa para ratones. La cebé con un trozo de queso y la coloqué entre el colchón
y las latas de pintura que nos había sobrado del pintado del piso.
Recuerdo que esa noche había luna llena y su blanca
luz iluminaba la galería, donde estaban situados el cuarto de baño y el altillo,
como si fuese de día cuando nos fuimos a acostar mi mujer y yo. Hacía mucho
calor y habíamos dejado entreabiertas las altas hojas de la puerta del
dormitorio para que corriera un poco de aire. Yo no podía dormir y llevaba un
tiempo dando vueltas buscando la mejor manera para conciliar el sueño, ante el consiguiente
y lógico enfado de mi compañera que, con tanto movimiento de mi cuerpo, tampoco
lograba dormirse. Y de repente, oímos el ruido, pero esta vez acompañado de un
gemido lastimero como de niño, y enseguida, sin darnos tiempo a reaccionar,
vimos pasar por delante del hueco que dejaban las hojas entreabiertas de la
puerta una sombra veloz hacia el lugar opuesto de la galería, ahora ocupado por
un mueble medio librería medio escritorio y que originalmente ocupaba el
pequeño lavabo que hicimos derribar.
Aterrorizados, mi mujer y yo nos abrazamos fuertemente
y así permanecimos durante unos minutos hasta que la calma se restableció en el
piso y en nuestros corazones, que se habían visto atacados por sendas
taquicardias. Pasamos mal que bien el resto de la noche y, nada más llegar el
día, recogimos nuestras cosas y volvimos a casa, si bien en la primera ocasión
puse al corriente a nuestro hijo, que era el verdadero propietario del
inmueble, de lo que acabábamos de vivir en él. Se rió cuando se lo acabé de
contar por teléfono. Me dijo por todo comentario:
--Tú y tus historias de fantasmas, papá. No cambiarás
nunca.
No volvimos al piso de la calle Diputación hasta
mediados de agosto, justo cuando nuestro hijo cogió las vacaciones para venir a
pasar unos días en él. Y una tarde que volvíamos los tres del MNAC de
contemplar una exposición de pintura itinerante nos encontramos en el portal,
dispuesto a coger el ascensor, al antiguo dueño del piso, al que encontré más
viejo que nunca, encorvado y apoyando todo el peso de su cuerpo en un bastón.
Sin embargo, nos reconoció al instante. Nos saludó muy amablemente y, esbozando
una sonrisa, nos preguntó cómo nos iba con el piso. Y aproveché la ocasión para
preguntarle por el altillo. Al punto noté un golpecito de mi hijo en el
costado, como pidiéndome que lo dejara estar. Y, en contra de mi voluntad, le
obedecí. Pero antes de que saliéramos del ascensor, el anciano me miró
comprensivamente y me dijo:
--Suelo comer cuando vengo a la finca en el O’Campo.
Si quiere que hablemos del altillo acérquese a las dos. Tomaremos el vermut y
le diré lo que quiere saber.
Y allí estaba yo, a la hora convenida, tomando el
vermut con el anciano, que me decía:
--Supongo que querrá conocer la historia del fantasma
de la calle Diputación que corre por ahí. Sin embargo, puedo asegurarle que se
ha ido falseando a medida que ha ido pasando de boca en boca. Puede que mi
versión no le interese demasiado, pero le adelanto que es de primera mano.
Quiero decir que yo viví de niño, con siete u ocho años, lo que pasó en el piso
que ahora es de ustedes, y conocí en vida a la niña que sufrió personalmente
los horrores del bombardeo de Barcelona de 1938.
Tomó un respiro mientras que yo no sabía qué decir.
Sonrió y se llevó una aceituna a los labios; luego le dio un sorbo al Martini
con hielo y continuó:
--Esa niña era mi prima, había nacido en un pueblo de
Castilla y pasaba unos días con nosotros después de que su padre, el tío
Antonio, hubiese sido represaliado en la cárcel de León por defender las ideas
de la República. Rebeca,
así se llamaba mi prima, se pasaba las noches llorando; se levantaba del
colchón que ocupaba en un ángulo del comedor y se refugiaba en el pequeño
lavabo del extremo de la galería para que no la oyéramos llorar los demás.
Recuerdo que mi madre, hermana del tío Antonio, me pedía constantemente que
intentara distraerla con cualquier cosa para que olvidara lo que le había
pasado a su padre. Pero nada de lo que yo le dijera o hiciera lograba sacarla
de la gran tristeza en que vivía. Y eso que todavía no había llegado el peor
momento de su vida.
Lo miré con atención.
--Sí, aún faltaba por llegar el momento más terrible
de la desgraciada existencia de mi prima Rebeca. Una noche de marzo empezaron a
sonar las alarmas en el Ensanche. Los aviones de los fascistas bombardeaban
indiscriminadamente varios barrios de Barcelona. Mis padres nos levantaron a
todos y, con lo puesto, bajamos a la calle en busca del refugio de la calle
Vilamarí. Y ya bajo cubierto, las bombas comenzaron a sonar, unas más lejos y
otras tan cerca que al explotar hacían vibrar los muros de cemento armado de
nuestro refugio. Yo me tapaba los oídos con las manos y cerraba los ojos para
mantener al miedo fuera de mí. Y fue al abrirlos, una vez vuelto el silencio,
cuando noté que Rebeca no estaba con nosotros. Luis, mi hermano mayor, también
lo había notado y, tras mirarnos con el terror pintado en las caras, se lo
dijimos a nuestros padres. Es imposible explicar con acierto la expresión de
sus ojos cuando descubrieron que, por las prisas de la huida, no se habían
acordado de recoger a Rebeca. Locos de angustia abandonamos los cuatro el
refugio lo más pronto que pudimos para subir al piso y poder comprobar que a la
niña no le había pasado nada. Pero en cuanto atravesamos la calle, recibimos el
primer sobresalto de boca de un vecino cuando nos dijo que una bomba había
caído en el patio de luces de la finca causando muchos daños.
El anciano volvió a tomar aire. Yo seguía pasmado y
sin abrir la boca por la impresión que me estaba causando su relato. Con decir
que no había tocado ni siquiera mi vaso de vermut lo digo todo. El hombre comió
otra aceituna y la acompañó con un buen trago de Martini. Luego chascó la
lengua y dijo con voz entrecortada por la emoción, que, por primera vez, noté
que sentía:
--Ya acabo. La bomba o las bombas caídas en el patio
de luces habían hecho más daño de lo que el vecino nos acababa de decir pues
nada más abrir la puerta de nuestro piso nos vimos envueltos por una oleada de
humo y polvo. Mi madre, presa del pánico, empezó a gritar el nombre de mi
prima. Pero la niña no respondía a sus gritos. Mi padre intentaba calmar a mi
madre diciéndole que Rebeca estaría escondida en algún rincón, asustada, eso
sí, pero viva y esperando nuestra llegada. Y atravesó la espesa capa de humo y
polvo que le separaba de la galería. Nosotros le seguimos como autómatas, yo
medio escondido tras mi hermano Luis. Pero sólo dimos unos pasos. Mi padre
apareció portando en sus brazos el cuerpo muerto de Rebeca, manchado de sangre
y yeso. Parte del lavabo pequeño, adonde sin duda había acudido la niña como
cada noche para que no la oyéramos llorar, se había derrumbado, a efectos de
una bomba, sobre el cuerpo de mi pobre prima, causándole la muerte en el acto.
La presencia de su fantasma empezó a dejarse ver en la galería a partir de un
mes de haberla enterrado.
--Y aún sigue viéndose.
--Posiblemente. El alma de la niña no descansará
nunca.
Se enjugó una lágrima y dio por terminado su relato.
Entonces tímidamente añadí:
--Pero ¿y el altillo? ¿Los ruidos y los gemidos
infantiles?
--Ah, sí, claro, el altillo. Todo tiene su explicación.
Ahí guardamos durante un tiempo el colchón que le sirvió de cama a Rebeca
mientras estuvo con nosotros.
Más tarde, cuando le conté a mi hijo el relato del
anciano, sonrió mientras me decía:
--¿No querías una historia de fantasmas? Pues ya la
tienes, papá. Ahora sólo te falta escribirla. Pero, por favor, sitúala en otro
piso, no en el mío, ¡eh!, que me da repelús.