jueves, 26 de febrero de 2015

ASCENDIENTES VASCOS DE BENITO PÉREZ GALDÓS






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Queriendo documentarse nuestro mejor novelista del siglo XIX don Benito Pérez Galdós (1843-1920) para escribir Zumalacárregui (1898), uno de sus Episodios Nacionales más conocidos sobre la Guerra Carlista y al que pertenece el siguiente fragmento: 
“Cerca ya de Peralta, los disparos que oyeron y la columna de negro humo que del pueblo salía, enroscándose, pausada y lúgubre, les anunciaron que Zumalacárregui había mandado atacar el fuerte defendido por los urbanos. Si tenaces y fieros eran los sitiadores, no les iban en zaga los de dentro, mandados por un tal Iracheta, de casta de leones. Ansioso de ver de cerca el combate, saltó Fago de la galera y adelantose al pueblo. Sentía inexplicable comezón de impresiones trágicas, y anhelo de ver que el furor de los hombres con toda fuerza se desplegara. Y sin darse cuenta de lo mal que cuadraba esta querencia con su anterior propósito de recobrar la quietud del alma, obra del estudio y la oración, su mente, no bien curada aún de la fiebre poemática, ansiaba el espectáculo de la historia viva, de la página contemplada antes de perder en las manos del historiador el encanto de la realidad.”
Queriendo, digo, documentarse para escribir dicho Episodio Nacional, nuestro novelista fue a ver a su amigo Vázquez Mella (1861-1928), que era un erudito sobre el tema. Vázquez Mella le dio información suficiente sobre poblaciones que habían sido teatro de las guerras carlistas como Cegama, Pamplona, Estella, Viana o Azpeitia, entre otras. Y hacia allí viajó. En Azpeitia había nacido su abuelo materno, don Domingo Galdós y Alcorta, y sentía el cronista deseos de conocer la villa, que le pareció feísima, con las casas altas y sombrías, pese a que en su iglesia parroquial se conservaba la pila bautismal donde fue cristianado san Ignacio de Loyola (1491- 1556). Allí buscó rastros de sus ancestros, pero según le dijeron los últimos Galdós se habían ausentado de Azpeitia algunos años antes y la madre Ignacia Galdós del convento de dominicas de la población había pasado a mejor vida cuatro años antes.
En Cegama visitó Galdós al cura don Miguel Zumalacárregui, sobrino del famoso militar que había muerto en la población en junio de 1835, al regresar malherido del primer sitio de Bilbao. En Cegama vio el escritor la habitación donde Zumalacárregui había muerto. Allí permanecía la misma cama cubierta con una colcha de damasco amarillo. También contempló Galdós en la iglesia parroquial el sepulcro del general carlista, coronado por una estatua suya que no mostraba “la severa gallardía y arrogancia de aquella figura que con un gesto y una voz conducía a sus huestes a encarnizadas peleas.”

lunes, 23 de febrero de 2015

FRIEDRICH: Monje a la orilla del mar




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Pensamientos solitarios hacia el viento
del recuerdo. Una línea
de olvido llena de humo,
lo que nadie espera ya,
lo que un día fue y ahora se aleja
por los lechosos horizontes del deseo
de Friedrich.
Oscuridad presente
como un mar sin gaviotas,
sin quillas y sin velas:
¡un llanto de silencio!

Esto no es óleo sobre lienzo sólo:
es soledad de un corazón al borde
del terror a la muerte, una idea
religiosa desprovista de un alma,
cuerpo de monasterio deslumbrado
en una costa anónima, un acento
de carne sobre un mundo sin sentido
donde el demonio campa sin descanso.

Es más que óleo pintado: sombras
que nadan sobre un mar sin mañana,
nieblas que explayan su misterio
en un aire encogido,
anhelo en vilo de un pintor que recuerda
acaso un sueño que alguna vez vivió.
                                                   (De Criaturas intemporales)

jueves, 19 de febrero de 2015

BÉCQUER EN EL PAÍS VASCO Y NAVARRA



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Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) se abrió paso en Madrid como periodista antes que como poeta. En la Corte en uno de estos periódicos, El Correo de la Moda, conoció al poeta vasco Antonio de Trueba (1819-1889), colaborador también del periódico, el cual le hablaba continuamente de su país y sus bellezas naturales, y lo hizo con tanto entusiasmo que Bécquer se vio impulsado a visitar aquella región. Varios viajes realizó el autor de las Rimas allí. Una de ellos fue con motivo de la inauguración del ferrocarril del Norte de España, que tuvo lugar en San Sebastián el 15 de agosto de 1864. Bécquer acompañó a las autoridades para escribir una crónica sobre el evento titulada Caso de ablativo (en, con, por, de, sobre la inauguración de la línea completa del ferrocarril del Norte de España). En uno de los apartados, De Olazagoitia a Besáin compara el paisaje vasco con una caja de juguetes alemanes o suizos que muestran “un mundo de animalitos, casas, árboles, peñas, figuras de aldeanas, con sus trajes azules, amarillos y rojos, mezclado y confundido… sobre una capa de musgo”. En otro periódico, La ilustración de Madrid, Bécquer dedicó varios artículos al País Vasco, como Los aldeanos del valle de Loyola, El pescador, tipo vascongado de la costa o La fiesta de los ciegos, entre otros.

 (El dibujo es de Valeriano Bécquer, hermano del poeta)
Y esto escribió el autor de las Rimas sobre El pescador:
"No teniendo otros recursos que los que les ofrece la vida de mar, casi todos los hombres de estas pequeñas poblaciones sirven en su juventud en los buques mercantes, hasta que más tarde los que han podido reunir alguna fortuna se hacen capitanes por cuenta propia y los que menos, o se retiran del todo de la carrera de América para dedicarse en su costa natal al tráfico de la pesquería o aprovechan los intervalos de sus viajes sirviendo, accidentalmente, a las órdenes de estos pescadores de oficio."

El autor de las Leyendas también visitó Navarra, donde no sólo escribió notas y artículos sobre Roncesvalles, Fitero, el Castillo de Olite y otros lugares navarros, sino también cartas, como la Primera de la colección Cartas desde mi celda, escritas desde el monasterio de Veruela, adonde había ido a curarse de su eterna dolencia pulmonar, y en la cual nos relata, entre otras cosas, su viaje en tren hasta Tudela y la llegada a esta rica población navarra antes de reanudar el viaje en coche de mulas:
"Tudela es un pueblo grande, con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una posada con ribetes de fonda. Sentéme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a la navarra que se encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el campanillero de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba las mulas me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto."

Y también algunas de sus más conocidas leyendas, como El Miserere, La cueva de la Mora o la Fe salva, escritas todas en el balneario de Fitero, donde, internado por motivos de salud, permaneció el mayor periodo de tiempo transcurrido en Navarra. Allí conoció a una mujer culta y sensible que también había acudido al balneario para curarse de una enfermedad crónica y con la que pasó buenos ratos hablando de literatura y de arte y realizó varias excursiones por los alrededores. Durante una de ellas ambos pacientes exploraron las ruinas de un viejo monasterio que al poeta le inspiraron la leyenda El Miserere, donde se imaginó a los monjes muertos saliendo de sus tumbas para pedir misericordia al Creador por sus antiguos pecados. En otra excursión descubrieron lo que quedaba de un castillo árabe y, mientras admiraban las ruinas, se encontraron a unos lugareños que les contaron la leyenda que sobre el castillo existía, según la cual una mora sacrificó su vida por saciar la sed de un prisionero cristiano, leyenda que Bécquer transformó en La cueva de la mora. Finalmente, esa mujer culta y sensible y enferma como el poeta en el balneario y compañera de charlas y excursiones, le contará la historia de La fe salva, en la que ella es la protagonista, y de la que extraemos el siguiente fragmento:
"Una tarde, visitando una vez más el viejo monasterio, nuestra conversación fue descubriendo, podo a poco, los íntimos anhelos, las ansias secretas de nuestras almas, y, sin darse cuenta, como obedeciendo a una oculta fatalidad, empezó a contarme la historia de su vida; una historia triste, humedecida por las lágrimas, llena de renunciaciones, de sueños rotos, de dolor. Historia que hoy traslada mi pluma a la blanca virginidad de las cuartillas."

lunes, 16 de febrero de 2015

LARRA Y NAVARRA




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Cuando le preguntaban a Mariano José de Larra si conocía Navarra, siempre contestaba algo parecido a lo siguiente:
-- Sí, tengo ese honor. Fue en dos ocasiones muy distintas y separadas por el tiempo, si bien estuvieron ambas ocasiones marcadas por circunstancias ajenas a mí. Una ocurrió en 1813, cuando yo tenía cuatro años; entonces mi padre, médico enciclopedista y afrancesado que servía a las tropas de los franceses que invadieron España, cuando éstos fueron derrotados por el ejército español, mi padre se vio obligado a llevarnos con él a Francia atravesando los Pirineos por Elizondo y el valle del Baztán. Me eduqué en un colegio de Burdeos y con la amnistía de 1818 pudimos regresar a España, donde seguí mis estudios en el Real Colegio de Esculapios de San Antonio Abad, de Madrid. Y estando aquí, las circunstancias políticas que vivía mi padre nos obligó a toda la familia a trasladarnos a Valladolid y de aquí a Corella, población Navarra de la que conservo pocos recuerdos. Mi padre quería olvidar su pasado bonapartista y dejar que corriera el tiempo en su estancia pueblerina hasta que se apaciguaran los enconos políticos y pudiera regresar a la Corte a ejercer libremente su profesión sin que corriéramos peligro ningún miembro de la familia. Corría el año 1823. Tras pocos meses de estar en Corella, contando yo catorce años de edad, mi familia regresó en pleno a Madrid. De todos modos, siempre he guardado buena memoria de Navarra, y en algunos de mis escritos menciono algunos lugares de esa tierra; por ejemplo el de Peralta, a raíz de su excelente vino, en mi letrilla Copa, amigos, copa:
     “…Estamos aquí:
Rueden las botellas,
viértase el Peralta:
la copa más alta
y ancha dadme a mí.
Copa, amigos, copa.”
Y en la oda A la exposición primera de las artes españolas me acuerdo del hombre navarro y su fidelidad junto con las virtudes de otras regiones españolas:
“…el catalán constante,
el noble castellano, el fiel navarro,
el fuerte aragonés, y astur fornido…”
También aludo a Navarra y su capital Pamplona en mi drama histórico El conde Fernán González y la exención de Castilla. Y en algún artículo hago alusiones a las guerras carlistas de Navarra; sirva como ejemplo el que titulé El ministerio de Mendizábal, a raíz del folleto escrito por el poeta Espronceda, del que extraigo las siguientes líneas:
"El escritor, por último, se esfuerza en hacer comprender que la guerra misma de Navarra es, más que hija del fanatismo, un efecto de lo poco o nada que se ha tratado de interesar al pueblo en la causa de la libertad: hágansele palpar las mejoras del sistema de que somos partidarios, vea él su bienestar en la causa que defendemos, y el pueblo será nuestro en todas partes.
Pero ¿cómo se quiere lograr este fin no viendo más termómetro del público bienestar que el alza o baja de los fondos en la Bolsa, en cuyo movimiento sólo se interesan veinte jugadores, y que el labrador no entiende, ni plegue al cielo que lo entienda nunca? ¿Cómo se le quiere interesar trasladando los bienes nacionales, inmenso recurso para el Estado, de las manos muertas que les poseían, a manos de unos cuantos comerciantes, resultado inevitable de la manera de venderlos adoptada por el Ministerio?
Pero las propias palabras del folleto nos parecen más enérgicas que las que nosotros pudiéramos emplear. «¿Cómo se atreve el Gobierno -dice- a disponer de los bienes del Estado en favor de los acreedores sin pensar aliviar con ellos la condición de los pobres?"

jueves, 12 de febrero de 2015

RIBADELAGO



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¿Dónde estaba el que traza los caminos
la noche en que cedió, débil, la presa
al ímpetu insensible de las aguas
que en silencio, cuando el pueblo dormía,
anegaron las casas y las vidas
que moraban en ellas?

Las cruces señalaron los lugares
donde al paso del agua se quedaron los muertos,
sobre la roca grande donde al sol
le dio luto y vergüenza descansar.
Niños, mujeres,
ancianos que aún soñaban
con otro día más de aquel invierno
que les trajo la tumba más impía.

Ribadelago.
Realidad eclipsada. Roto anhelo
de familias humildes. 
Un día labraban
surcos para el pan, 
 y al siguiente, en las sombras
la tierra las comía.
Y a unos pasos tan sólo
sus azadas se oxidan,
y sus carros de bueyes
se llenan de silencio.

No entendí lo que pasaba.
Algo puro que en las manos tenía,
que nutría mi corazón de nuevos sueños,
se escapó sin retorno,
se perdió
en un recodo del camino que era
todo luz y esperanza.
Y el recuerdo perdura
con una nube de tristeza sobre mi alma.

(De mi libro CLARABOYA Y DESVÁN, Palma de Mallorca, 2014)

lunes, 9 de febrero de 2015

UN VIAJE OBLIGADO DE JOVELLANOS






El 6 de agosto de 1791 Melchor Gaspar de Jovellanos (1744-1811), tras haber caído en desgracia del poderoso Godoy, el máximo ministro de Carlos IV, salió de su Gijón natal para estudiar las expectativas del consumo de carbón en Asturias, las ferrerías e industrias metalúrgicas del litoral cantábrico y las ventajas comerciales que gozaban las provincias vascas en comparación con Asturias, vano pretexto de que se sirvió el valido para alejar al excelente ensayista de la Corte. Tenía cuarenta y siete años.
El viaje lo realizó unas veces a caballo, a través del campo o por caminos vecinales, y otras, las menos, en diligencia cuando tomaba el camino real, que, sin embargo, le causó parecidas inconveniencias. Por ejemplo, la vez que tomó una en Vitoria; no había llegado todavía a Briviesca, cuando la diligencia volcó y dio con el cuerpo de Jovellanos en tierra, a resultas de lo cual las contusiones que sufrió en el accidente le duraron varios días. Y otra vez, haciendo una excursión por la ría de Bilbao, descubrió que la falúa en la que navegaba pertenecía a la Santa Inquisición, por la que sentía verdadera inquina.
Todos estos pormenores los iba apuntando en un Diario, así como los que tenían que ver con las comidas y las siestas que echaba para ayudar a hacer la digestión, como la suculenta de Éibar, compuesta de asado, calamares, anguilas, truchas, magras, guisado y frutas (sin comentarios). O con las posadas que alquilaba para pasar la noche, como la de Loyola, de la que escribe pestes, incluida la que habla del martirio que sufrió de las chinches de la cama o los granos e infecciones intestinales que le causaron las comidas y las bebida, mal que logró remediar a medias con dietas a base de agua y limón.
A veces también introduce en su Diario apuntes sobre el aseo y vestidura de los habitantes de Guipúzcoa, que no le parecen tan limpios como los vizcaínos; de estos últimos escribe que los hombres visten camisas bien limpias, calzón de lienzo o de paño, justillo atacado sin mangas de bayeta o estameña y en la cabeza sobrero o montera achatada en lo alto.
De cualquier forma, lo más importante que vivió Jovellanos durante este viaje obligado al País Vasco fueron los repetidos encuentros con los primeros refugiados de la Revolución Francesa, que o bien abarrotaban las posadas cercanas a la frontera o eran acogidos en casas particulares de vascos hospitalarios. Desde el 20 de junio anterior, momento en que Luis XVI había huido para evitar que su cabeza rodara bajo la cuchilla de la guillotina, los franceses que habían imitado a su Rey, empezaron a recorrer las posadas del País Vasco, que en seguida se vieron incapaces de acoger a todos. Pues bien, Jovellanos durante ese viaje empezó a encontrar franceses en las fondas de Bilbao y apuntó diversas opiniones de unos y otros; sin embargo, no tomó partido por ninguno de ellos; se limitó a registrar lo que oía y veía objetivamente, demostrando con ello su visión de ensayista imparcial y respetuoso con las políticas internacionales.

viernes, 6 de febrero de 2015

EL PLACER DE AMAR. A propósito de un libro




 

Acabo de encontrar en casa un librito (¡menos mal que es pequeñito!) de Hazlitt (Maidstone, 1778- Londres, 1830), titulado El placer de odiar, puro veneno escrito, que resumo en una frase del mismo: “Odiamos a los viejos amigos, odiamos antiguos libros, odiamos nuestras opiniones de antes; y al final acabamos por odiarnos a nosotros mismos.” Si todos siguiéramos su consejo, según el cual “la única manera de reconciliarse con los antiguos amigos es deshacerse de ellos para siempre”, más no valdría meternos en un agujero y esperar como una alimaña a que el último día de nuestra vida nos lo cubran con tierra. El placer de odiar es un conjunto de normas insociables e insaciables para conseguir gratis y de forma rápida la soledad más amarga. Dar la espalda de modo tan salvaje al amor y a la amistad es convertirnos de la noche a la mañana en lobos esteparios. El Shakespeare de Hamlet, Macbeth, Otelo, Julio César, Enrique IV y un largo etcétera, traído por los pelos casi siempre, salpica aquí y allá las ideas y opiniones de este falso moralista que “se enfrentó con todos los intereses que estaban a la luz del mundo”, según Thomas de Quincey.
Evidentemente, no comparto casi ninguna de las opiniones de este gran cínico del siglo XVIII, que en el colmo de los colmos dejó escrito: “Unos nos hemos ganado trabajosamente cierto renombre, mientras que otros conservan la privacidad de siempre. A éstos los despreciamos y a aquéllos los envidiamos y disfrutamos mortificándolos.” Poco bueno se puede esperar de quien consideraba a las viejas amistades como “viandas servidas repetidamente: frías, tristes y desagradables. Nos revuelven el estómago.” Y como no quiero que, pese a haber echado una buena siesta, se me revuelva el estómago con las toxinas que estoy leyendo y dé al traste lo que me queda de esta plácida tarde,  cierro el librito y lo dejo donde estaba. Que tanta sutileza ponzoñosa estraga y mata. Y digo como Stevenson: “Todos nosotros somos personas admirables, pero no escribimos como Hazlitt”.
Ojalá hubiera sabido escoger mejor a Shakespeare para apoyar sus teorías y opiniones sobre el odio, olvidándose de los dones innegables que regala la amistad. Es precisamente el autor de Hamlet, Macbeth, Otelo, Julio César, Enrique IV y los demás quien dijo: “El espíritu olvida todos los sufrimientos cuando la tristeza tiene compañía y amistad que la consuele.” O: “Los amigos que tienes y cuya amistad ya has puesto a prueba engánchalos a tu alma con ganchos de acero.”
Por todo lo cual, yo prefiero cultivar el placer de amar.

martes, 3 de febrero de 2015

SOY EL AMOR, SOY EL VERSO




 

Soy el amor, soy el verso
que eleva el destino humano
a la luz del universo
donde todo canta ufano.

Soy el diploma y la mano
que confirma la alianza
y equilibra la balanza
entre enemigos y hermanos.

Soy la fe, soy la esperanza
en un mundo superior
que a todos igual alcanza
y al siervo lo hace señor.

Soy la antorcha del amor
que alumbra  a los elementos:
de los mares a los vientos,
desde el volcán a la flor.

Soy la paz del sentimiento,
soy la calma de la idea:
por mí cualquier pensamiento
es paz para quien lo lea.

Soy el verso fiel, rotundo
del poema que entre todos
construimos codo a codo
para mejorar el mundo.