María de Nazaret, mujer sencilla y amante de su casa y su
familia, no entiende que el hijo que nació de sus entrañas sea llamado por
otras gentes el Hijo de Dios. Y se rebela y grita que eso no es así; nos lo
grita a nosotros, los espectadores del Teatre Lliure en uno de los momentos
fundamentales de la función, casi al final, cuando se enciende la luz total de
la sala y nosotros nos convertimos, por obra y gracia de la magia de la imaginación, en silenciosos actores (ejemplo excelente de
la interacción teatral), en privilegiados interlocutores de la actriz. Blanca Portillo
abandona la tarima cubierta de paja, en la que hasta ahora se ha desarrollado la
acción dramática, para arrimarse a la primera fila de butacas y hablarnos de la muerte atroz de su hijo. “Que ha muerto
para salvar al mundo. ¿Salvarlo de qué? ¿De la muerte? La muerte de mi hijo, no
la muerte del que llaman Hijo de Dios, no ha valido para nada.” Palabras
iconoclastas para la tradición católica que nos dejan sin respiración. Luego
vuelve a jugar su papel la luminotecnia teatral al uso, y María de Nazaret,
mujer vieja y desilusionada, dolorida y arrepentida de haber huido de la colina
donde su hijo ha muerto clavado en una cruz ante la indiferencia de quienes
ocupan el lugar jugando a los dados o preparándose la comida como si fuese aquello una excursión
al campo; confiesa que tuvo miedo y como una madre desnaturalizada huyó de allí,
en vez de quedarse para acoger a su hijo muerto en el regazo, acariciarle y
lavarle las horribles heridas de los clavos en pies y manos y la de la corona
de espinas en la frente, antes de envolverlo en sábanas limpias para cumplir
con su piadosa labor de darle sepultura…
Ahora, con el paso del tiempo, María lo recuerda
todo con un dolor tan grande, con un arrepentimiento tan lacerante, que sólo
desea dormir para siempre y descansar de una vez. Con parsimonia de ritual se
despoja de su ropa negra y se queda en blanco camisón; se acerca a la hamaca
que ha tendido previamente (todos los movimientos de la actriz están medidos
y obedecen a las necesidades escenográficas: descorrer la trampilla del pozo, pasar el rastrillo, abrir la puerta para asomarse, abatir la ventana
para coger el frutero con manzanas, subirse a la escalera, apagar la vela que
arde sobre la mesa fija, extraer la mesa plegable de la misma tarima o la
estatua de la diosa Artemisa, oculta en una trampilla cubierta de paja, y tantas
idas y venidas por el escenario, acostarse, cubrirse con la ropa que lleva
puesta…); se acerca a la hamaca y se acuesta en ella para esperar tranquila su
muerte. El fundido total… y al hacerse de nuevo la luz, Blanca Portillo,
resucita para recibir los aplausos de los espectadores, totalmente entregados a
su impecable trabajo de actriz que ha sabido acercarnos una María de Nazaret,
diferente a la que la tradición católica nos había ofrecido siempre, pero que,
visto lo visto en escena, nos convence, al menos a mí. Y es que primero Colm Tóibín,
el autor de la novela original, y luego Agustí Villaronga, director y guionista de la obra, han sabido
convertirla en una humilde madre terrenal, con sus miedos y prejuicios, sus
virtudes y defectos, una madre sencilla, que sólo entiende de hablar con las
vecinas, preparar la comida o ir al pozo por agua, una madre al uso que ha
perdido a su hijo de un modo incomprensible y cuya muerte ha estado rodeada de
intrigas sociales, políticas y religiosas.
Además del mencionado Villaronga, hay que contar con el resto del equipo para
explicar el éxito de EL TESTAMENTO DE MARÍA: la escenografía
de F. Amat, el vestuario de M. Paloma, la iluminación de Civit, el sonido de
Ariel y la música de Gerrad; todo el equipo, digo, se ha coordinado milimétricamente
para hacer posible que la actriz Blanca Portillo, en realidad el alma del milagro
teatral, brille con luz propia. Lo confirman plenamente sus mencionados movimientos en la escena, sus
gestos, sus silencios, sus modulaciones de voz, perfectamente adecuados a los
diversos momentos de tensión y dramatismo, incluidos aquellos en que encarna
las voces de otros personajes invisibles, la vecina Farina, el primo Marcus, Marta
y María, las hermanas de Lázaro, Míriam o el propio Jesús (palabras duras e
inquietantes pronunciadas durante la imprescindible boda de Caná: “Mujer, yo no
tengo nada que ver contigo”), o en pequeños diálogos que salpican aquí y allá
la representación (si la obra tiene algún defecto, sería éste).
Una obra, en
suma, redonda, en la que destaca sin duda la interpretación, soberbia, de
Blanca Portillo, que ha demostrado a mi juicio la pasión que hay que verter en
el teatro, para que éste adquiera la altura que esperamos todos los amantes de
la escena. Aunque se trate de un monólogo seguido de casi hora y media. ¡Más mérito, imposible!
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