miércoles, 25 de marzo de 2015

BLANCA PORTILLO: PASIÓN DE TEATRO



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María de Nazaret, mujer sencilla y amante de su casa y su familia, no entiende que el hijo que nació de sus entrañas sea llamado por otras gentes el Hijo de Dios. Y se rebela y grita que eso no es así; nos lo grita a nosotros, los espectadores del Teatre Lliure en uno de los momentos fundamentales de la función, casi al final, cuando se enciende la luz total de la sala y nosotros nos convertimos, por obra y gracia de la magia de la imaginación, en silenciosos actores (ejemplo excelente de la interacción teatral), en privilegiados interlocutores de la actriz. Blanca Portillo abandona la tarima cubierta de paja, en la que hasta ahora se ha desarrollado la acción dramática, para arrimarse a la primera fila de butacas y hablarnos de la muerte atroz de su hijo. “Que ha muerto para salvar al mundo. ¿Salvarlo de qué? ¿De la muerte? La muerte de mi hijo, no la muerte del que llaman Hijo de Dios, no ha valido para nada.” Palabras iconoclastas para la tradición católica que nos dejan sin respiración. Luego vuelve a jugar su papel la luminotecnia teatral al uso, y María de Nazaret, mujer vieja y desilusionada, dolorida y arrepentida de haber huido de la colina donde su hijo ha muerto clavado en una cruz ante la indiferencia de quienes ocupan el lugar jugando a los dados o preparándose  la comida como si fuese aquello una excursión al campo; confiesa que tuvo miedo y como una madre desnaturalizada huyó de allí, en vez de quedarse para acoger a su hijo muerto en el regazo, acariciarle y lavarle las horribles heridas de los clavos en pies y manos y la de la corona de espinas en la frente, antes de envolverlo en sábanas limpias para cumplir con su piadosa labor de darle sepultura… 
Ahora, con el paso del tiempo, María lo recuerda todo con un dolor tan grande, con un arrepentimiento tan lacerante, que sólo desea dormir para siempre y descansar de una vez. Con parsimonia de ritual se despoja de su ropa negra y se queda en blanco camisón; se acerca a la hamaca que ha tendido previamente (todos los movimientos de la actriz están medidos y obedecen a las necesidades escenográficas: descorrer la trampilla del pozo, pasar el rastrillo, abrir la puerta para asomarse, abatir la ventana para coger el frutero con manzanas, subirse a la escalera, apagar la vela que arde sobre la mesa fija, extraer la mesa plegable de la misma tarima o la estatua de la diosa Artemisa, oculta en una trampilla cubierta de paja, y tantas idas y venidas por el escenario, acostarse, cubrirse con la ropa que lleva puesta…); se acerca a la hamaca y se acuesta en ella para esperar tranquila su muerte. El fundido total… y al hacerse de nuevo la luz, Blanca Portillo, resucita para recibir los aplausos de los espectadores, totalmente entregados a su impecable trabajo de actriz que ha sabido acercarnos una María de Nazaret, diferente a la que la tradición católica nos había ofrecido siempre, pero que, visto lo visto en escena, nos convence, al menos a mí. Y es que primero Colm Tóibín, el autor de la novela original, y luego Agustí Villaronga, director y guionista de la obra, han sabido convertirla en una humilde madre terrenal, con sus miedos y prejuicios, sus virtudes y defectos, una madre sencilla, que sólo entiende de hablar con las vecinas, preparar la comida o ir al pozo por agua, una madre al uso que ha perdido a su hijo de un modo incomprensible y cuya muerte ha estado rodeada de intrigas sociales, políticas y religiosas.
Además del mencionado Villaronga, hay que contar con el resto del equipo para explicar el éxito de EL TESTAMENTO DE MARÍA: la escenografía de F. Amat, el vestuario de M. Paloma, la iluminación de Civit, el sonido de Ariel y la música de Gerrad; todo el equipo, digo, se ha coordinado milimétricamente para hacer posible que la actriz Blanca Portillo, en realidad el alma del milagro teatral, brille con luz propia. Lo confirman plenamente sus mencionados movimientos en la escena, sus gestos, sus silencios, sus modulaciones de voz, perfectamente adecuados a los diversos momentos de tensión y dramatismo, incluidos aquellos en que encarna las voces de otros personajes invisibles, la vecina Farina, el primo Marcus, Marta y María, las hermanas de Lázaro, Míriam o el propio Jesús (palabras duras e inquietantes pronunciadas durante la imprescindible boda de Caná: “Mujer, yo no tengo nada que ver contigo”), o en pequeños diálogos que salpican aquí y allá la representación (si la obra tiene algún defecto, sería éste). 
Una obra, en suma, redonda, en la que destaca sin duda la interpretación, soberbia, de Blanca Portillo, que ha demostrado a mi juicio la pasión que hay que verter en el teatro, para que éste adquiera la altura que esperamos todos los amantes de la escena. Aunque se trate de un monólogo seguido de casi hora y media. ¡Más mérito, imposible!

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