FANTASÍA EN COMPAÑÍA DE ANTHONY PERKINS
Anthony Perkins, de repente al mirarme de frente y
verse sorprendido en plena acción, se convirtió en sombra; no, en nube que el
viento de diciembre esfumó en la alcoba, mientras la última hoja del calendario
del siglo se desprendía de la pared y caía fulminada al suelo. Era ya la hora
de cerrar el siniestro motel. La noche se puso su capa de muerte y atravesó el
páramo inhóspito de la trasera del caserón, dejando a Norman sembrando en las
habitaciones abandonadas días sin futuro, cuchillos cansados de sangre de
mujeres aventureras, alcachofas de duchas oxidadas, cortinas de bañeras
rasgadas por el odio, fajos de billetes podridos y pelucas de madres
desaparecidas.
Anthony Perkins, de repente al mirarme de frente y
verse sorprendido en plena acción, se convirtió en fantasma de juzgado; no, en una
de aquellas palabras surrealistas que Kafka escribía con el dedo en el cristal
empañado de diciembre, mientras la aldaba altísima se deshacía como un caramelo
en la negra boca de la noche de Praga, sin que el acusado lograra a alcanzarla
con sus dedos ortopédicos. Era ya la hora de que Jan y los suyos se bajaran del
monumento de la Plaza y se perdieran por las callejuelas que dan al Moldava, en
busca de una cerveza amarga para ahogar su infortunio de bronce. La lluvia se
puso su ropa más triste y se fue a llover sobre las lápidas del cementerio
judío, dejando a Joseph K. condenado a morir en la cantera donde dos verdugos,
tras pedirle que se quitara la ropa, le entregaron un cuchillo para que se
suicidara.
La tercera y última vez que vi de frente a Anthony
Perkins y se vio sorprendido en plena acción, me miró primero con su cara de
niño y luego bajó la cabeza para mirarme desde abajo, desde aquellos ojos
llenos de odio; no, de miedo, desde algunos años más tarde, cuando la
enfermedad más terrible del siglo que se iba, entró en su cuerpo y lo destruyó
como a un cine devorado por las llamas. Era ya la hora de cerrarle los ojos
para que su alma encontrara el camino interior de su partida mientras el mundo
se borraba en los cristales de la ventana de su habitación y las batas blancas de
los médicos se deshacían en los pasillos como mariposas chamuscadas por la
tristeza. El día se vistió con severa ropa de luto y olvido y se fue al círculo
de los cipreses que esperaban impacientes a comenzar con ellos el rezo de las
despedidas, dejando que el alma de Norman, de Joseph K, de Anthony Perkins
regresara a su mejor cuerpo, aquel que lució en la pantalla junto a Jean
Simmons, en La actriz, que con La túnica sagrada había logrado uno de sus más
grandes reconocimientos. Fue entonces cuando descubrió que sus amores más
grandes los tendría con otros hombres, y con esa última imagen del deseo, se me
borró en el sueño.
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