lunes, 16 de marzo de 2015

500 PALABRAS (2)



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FANTASÍA EN COMPAÑÍA DE ANTHONY PERKINS

Anthony Perkins, de repente al mirarme de frente y verse sorprendido en plena acción, se convirtió en sombra; no, en nube que el viento de diciembre esfumó en la alcoba, mientras la última hoja del calendario del siglo se desprendía de la pared y caía fulminada al suelo. Era ya la hora de cerrar el siniestro motel. La noche se puso su capa de muerte y atravesó el páramo inhóspito de la trasera del caserón, dejando a Norman sembrando en las habitaciones abandonadas días sin futuro, cuchillos cansados de sangre de mujeres aventureras, alcachofas de duchas oxidadas, cortinas de bañeras rasgadas por el odio, fajos de billetes podridos y pelucas de madres desaparecidas.
Anthony Perkins, de repente al mirarme de frente y verse sorprendido en plena acción, se convirtió en fantasma de juzgado; no, en una de aquellas palabras surrealistas que Kafka escribía con el dedo en el cristal empañado de diciembre, mientras la aldaba altísima se deshacía como un caramelo en la negra boca de la noche de Praga, sin que el acusado lograra a alcanzarla con sus dedos ortopédicos. Era ya la hora de que Jan y los suyos se bajaran del monumento de la Plaza y se perdieran por las callejuelas que dan al Moldava, en busca de una cerveza amarga para ahogar su infortunio de bronce. La lluvia se puso su ropa más triste y se fue a llover sobre las lápidas del cementerio judío, dejando a Joseph K. condenado a morir en la cantera donde dos verdugos, tras pedirle que se quitara la ropa, le entregaron un cuchillo para que se suicidara.
La tercera y última vez que vi de frente a Anthony Perkins y se vio sorprendido en plena acción, me miró primero con su cara de niño y luego bajó la cabeza para mirarme desde abajo, desde aquellos ojos llenos de odio; no, de miedo, desde algunos años más tarde, cuando la enfermedad más terrible del siglo que se iba, entró en su cuerpo y lo destruyó como a un cine devorado por las llamas. Era ya la hora de cerrarle los ojos para que su alma encontrara el camino interior de su partida mientras el mundo se borraba en los cristales de la ventana de su habitación y las batas blancas de los médicos se deshacían en los pasillos como mariposas chamuscadas por la tristeza. El día se vistió con severa ropa de luto y olvido y se fue al círculo de los cipreses que esperaban impacientes a comenzar con ellos el rezo de las despedidas, dejando que el alma de Norman, de Joseph K, de Anthony Perkins regresara a su mejor cuerpo, aquel que lució en la pantalla junto a Jean Simmons, en La actriz, que con La túnica sagrada había logrado uno de sus más grandes reconocimientos. Fue entonces cuando descubrió que sus amores más grandes los tendría con otros hombres, y con esa última imagen del deseo, se me borró en el sueño.

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