Acabo de encontrar en casa un librito (¡menos mal que
es pequeñito!) de Hazlitt (Maidstone, 1778- Londres, 1830), titulado El placer de odiar, puro veneno escrito,
que resumo en una frase del mismo: “Odiamos a los viejos amigos, odiamos
antiguos libros, odiamos nuestras opiniones de antes; y al final acabamos por
odiarnos a nosotros mismos.” Si todos siguiéramos su consejo, según el cual “la
única manera de reconciliarse con los antiguos amigos es deshacerse de ellos
para siempre”, más no valdría meternos en un agujero y esperar como una alimaña
a que el último día de nuestra vida nos lo cubran con tierra. El placer de odiar es un conjunto de
normas insociables e insaciables para conseguir gratis y de forma rápida la
soledad más amarga. Dar la espalda de modo tan salvaje al amor y a la amistad
es convertirnos de la noche a la mañana en lobos esteparios. El Shakespeare de Hamlet, Macbeth, Otelo, Julio César, Enrique IV y un largo etcétera, traído por los pelos casi siempre,
salpica aquí y allá las ideas y opiniones de este falso moralista que “se
enfrentó con todos los intereses que estaban a la luz del mundo”, según Thomas
de Quincey.
Evidentemente, no comparto casi ninguna de las
opiniones de este gran cínico del siglo XVIII, que en el colmo de los colmos
dejó escrito: “Unos nos hemos ganado trabajosamente cierto renombre, mientras
que otros conservan la privacidad de siempre. A éstos los despreciamos y a
aquéllos los envidiamos y disfrutamos mortificándolos.” Poco bueno se puede
esperar de quien consideraba a las viejas amistades como “viandas servidas
repetidamente: frías, tristes y desagradables. Nos revuelven el estómago.” Y
como no quiero que, pese a haber echado una buena siesta, se me revuelva el
estómago con las toxinas que estoy leyendo y dé al traste lo que me queda de
esta plácida tarde, cierro el librito y
lo dejo donde estaba. Que tanta sutileza ponzoñosa estraga y mata. Y digo como
Stevenson: “Todos nosotros somos personas admirables, pero no escribimos como
Hazlitt”.
Ojalá hubiera sabido escoger mejor a Shakespeare para
apoyar sus teorías y opiniones sobre el odio, olvidándose de los dones
innegables que regala la amistad. Es precisamente el autor de Hamlet, Macbeth, Otelo, Julio César, Enrique
IV y los demás quien dijo: “El espíritu olvida todos los sufrimientos
cuando la tristeza tiene compañía y amistad que la consuele.” O: “Los amigos
que tienes y cuya amistad ya has puesto a prueba engánchalos a tu alma con
ganchos de acero.”
Por todo lo cual, yo prefiero cultivar el placer de
amar.
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